Texto para clase de semiótica- Sobre trotadora acémila historiante nos topamos con Homero, al que ciego nos representamos para invocar epodos que despierten a las musas, procreadoras de la poesía, de la música de los dioses, del tintineo celestial que aviso nos da de los avatares que nos derrotarán o harán algo ganar. El teatro isabelino, que públicos de orejas tenía, que no de ojos, servíase de gollerías fonéticas para persuadir a los oyentes de sus subterfugios artificiosos. La Iglesia, sabedora de la poca eficacia que los serventesios tenían al momento de educar creyentes, enristró pinturas y músicas para embelesar herejes de ojos y oídos herméticos. Cervantes, destructor de puristas gramáticos (Lope queríale poco, poquísimo como Lugones), de sentencias rígidas quevedianas, inventó neologismos que representasen nuevos sentires, barbarismos que signasen nuevos diretes, onomatopeyas que simbolizaran nuevos sonidos, o sea, nuevas relaciones entre las cosas, y en haciéndolo enriqueció la percepción del hispanohablante, pues un idioma, no se desaperciba, es un conjunto de ventanas por las que el alma otea las circunstancias. Todo semiótico competente sabe que un objeto, para ser aprehendido, debe portar un símbolo, y que los símbolos, para hablarle al ojo, al tacto y a la oreja, deben redundarse con sonidos, con sonetos en el caso del amor, con décimas la queja y con versos libres la democracia. Sin embargo, las rogativas de los semióticos, revisionistas de los poetas, es decir, críticos conscientes del quehacer inconsciente de los Rimbaud (semiótico éste, decía Verlaine), de los Machado (semiótico éste, decía Cansinos Assens), de los Shakespeare (semiótico éste, afirma Harold Bloom), allende van de la métrica sabiendo que el sonido, al ser meramente metrificado no cambia su esencia, su substancia. Una palabra inglesa alemana no es por ser pronunciada por alemán, ni viceversa. Un verso del Dante no semejará versos del Arcipreste por ser proferido por boca castellana. Distintos álveos etimológicos paran en varios mares de orejas, y el semiótico, sabiéndolo, elige con esmero los símbolos que mejor representen, cual blasones de caballeros, los objetos que quiere colocar en los cascos de los oyentes. Carlos I de España, lactado por musas, aconsejaba español hablarle a Dios, italiano a la dama, francés al hombre y en alemán al animal. ¿Qué en limpio sacamos de las cavilaciones mentadas? Que menester es arrostrar la metafísica que nos hace pensar que el sonido todo que produce la boca igual es a cualquier sonido, o que es de la substancia de todo sonido. El laúd, ciertamente, como el piano emite sonidos, aunque no de índole facsimilar. El morado pálido, ciertamente, malva no es, y las mujeres bien lo disciernen. Juan Duns Escoto, en su `Super librum Elenchorum´, ilústranos: «Significar es representar algo al intelecto (`significare est aliquid intellectui repraesentare´); luego lo que se significa es concebido por el intelecto. Pero todo lo que es concebido por el intelecto se concibe bajo una noción (`ratio´) distinta y determinada, porque el entendimiento es cierto acto, y, por ello, lo que entiende lo distingue de otras cosas». ¡Inveterado problema fonético el de la «diferencia»! ¿Qué es una representación? Una síntesis, o por mejor decir, gavilla de categorías mentales, de leyes gramaticales, de materiales y substancias y de colores y formas que viven en un tiempo y en un espacio. De perlas se allega tal definición, aunque insuficiente es. ¿Por qué? Porque el tiempo y el espacio no son cosas perceptibles. El tiempo se signa por la intensidad (colores que pierden pigmento), y el espacio por la substancia (materias que se expanden), por la extensión. Un sonido acrece o decrece. Si decrece es porque acrecido estaba, y lo contrario, y con tal explanación atisbamos, someramente, tiempo y espacio. El semiótico se preguntará: ¿qué conviene más para que mi público se represente los objetos que deseo?, ¿convienen largos agudos o cortos graves? Honegger, Pavese, Villalobos, Stravinsky, según Carpentier, fraguaron sonidos nuevos que signaron objetos nuevos, tanto, que carecen de existencia todavía. Tres aperos fonéticos hay para crear sonidos nuevos, a saber: «interjecciones», «conjunciones» y «palabras-valija». ¿Cómo hacer del «ea» o del «ay» o del «evohé» una proposición que luego sea verso?, ¿cómo hacer del «porque» o del «y» parte de una estilística?, ¿cómo trocar o reducir «abracadabra», «eureka» o «etcétera» a nimio sema? Esgrimido he fantásticas teorías que Guilles Deleuze colocó en su bello libro rotulado `Lógica del sentido´. Las gentes del pueblo responden, discurriendo el tiempo, las preguntas supradichas, pero el semiólogo adelanta la labor, haciéndose misionero del buen lenguaje. Alfonso Reyes, meditador del tema de marras, en ensayo llamado `Nuestra lengua´ y razonando el `Principio de Fermat´, anota: «Tal principio permite asegurar desde ahora que el español del futuro evolucionará hacia el ahorro de esfuerzo. Acaso acabe por imponerse el modo de hablar hispanoamericano». ¿Ciudades nuevas con nuevos objetos producen sonidos nuevos, onomatopeyas que engendran palabras nuevas? A la vista tengo un tomito de Azorín, grande en la prosa, donde de las damas de Levante se dice: «Y, sin embargo, hay que hacer la limpieza, o lo que es lo mismo para las mujeres levantinas, hay que golpear los muebles». Y párrafos abajo, dice: «Los cubos de latón son arrastrados por el pavimento, y producen unos chirridos suaves, y el estropajo va haciendo un leve y sordo rumor de oleaje». Finalmente, preguntémonos: ¿dónde debe abrevarse el semiólogo para crear curiosos y desusados signos sonoros? En el ambiente, en el sonar que el tecnócrata estropajo hace al tallar viejas mayólicas, en las órdenes que la limpiadora profiere para que sus pícaros hijos le surtan agua, en el mundo de los objetos.
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