Pitágoras, el místico Pitágoras, creía que la mente humana podía alzarse sobre la materia si aprendía a identificar las cifras que componen los objetos del mundo, pues en tales cifras había, decía, códigos ontológicos, y con dichos códigos o claves era posible multiplicar, a demiúrgica guisa, los entes. Casi todas las mentes surreales o que viven sobre la realidad, como la de Dante, como la de Pitágoras, como la de Nerval o como la de Platón, creen en arquetipos, que son signos y letras y que cuando están juntas forjan mensajes, ora religiosos, ora esquizofrénicos. El mensajero es parte del mensaje, escribió el místico Martin Buber.
Parlemos de la sintaxis, madre de toda cábala. Todas las culturas, sean o no monoteístas o amantes de una substancia original, adoran a más de una divinidad o mitología. Tal fenómeno social lo vemos en el norte de Europa (Thor, Wodan, Odín, Merlín, Grettir), en Oriente (huelgan las menciones, pues serían infinitas, como la fe oriental), en Sudamérica (partidos políticos y corporaciones). ¿Por qué acaece esto? ¿Qué es un punto solo o un hombre solo? Un dato, rey sin reino. ¿Qué forman dos puntos? Una línea, aunque imaginaria. ¿Qué forman las líneas? Superficies (cuadrado) y dimensiones (cubo). ¿Sería posible creer en una deidad única, solitaria, ciega? No.
El cristianismo dominó a las demás religiones porque tiene, según las tesis cristianas (San Agustín, Chateaubriand, Valéry, etcétera), un fundamento histórico, real, un Jesucristo que fue hombre y que fue Dios y todos los demás hombres, como el poeta Walt Whitman o como el Buda, que se multiplicaba. ¿Puede un signo vivir a solas? No, y ni las estrellas son algo sin las otras estrellas. Pensemos en la arquitectura de un signo. Un signo debe ser unívoco, evitar la polisemia, la ambigüedad, la confusión. ¿Es la mujer la representación del amor? Cardenio, sufridísimo personaje del `Quijote´, de estética nos da una lección: «Lo que levantó tu hermosura, han derribado tus obras: por ella entendí que eras ángel, y por ellas conozco que eres mujer».
Un signo es como el reflejo en el espejo, una reproducción platónica de la materia. La belleza, creía Francis Bacon y toda la vieja Grecia, está en la simetría, pero en una antropomórfica e imposible de analizar o de traducir, como la poesía de Shakespeare o como los cuadros de Goya. ¿Conocía Cardenio a los ángeles? Sí, y los conoció, suponemos, a través de pinturas. ¿La pintura nos da un saber empírico o teórico? ¿Quién ha visto a los ángeles? ¿William Blake? ¿San Juan de la Cruz? Todo signo, para imponerse, debe implicar una historia (una `praeparatio evangélica´), y tal lo supieron los nazis y el padre del nazismo, el humorista Carlyle.
Un signo debe ser, como se ha dicho, impenetrable. Umberto Eco, en su `Tratado´, explica: «Un científico atómico sabe que lo que nosotros llamamos `las cosas´ es el resultado de interrelaciones microfísicas mucho más complejas, pero sigue hablando de `cosas´, cuando sería incómodo no hacerlo». Un semiótico, un engendrador de signos, hace de lo complejo algo sencillo, sintetiza lo analizado, hace de lo racional algo irracional. Kant enseñó que la proposición 7 más 5, que parece analítica, que forma el número 12, realmente es sintética (ZN y NZ difieren por el orden, N y Z por la posición, N y X por la forma).
El signo 12, ¿cómo hacer del signo 12 algo imposible de analizar? Casándolo con alguna cualidad, no con magnitudes (3 deidades imperan en 9 círculos, como en Dante). El 12 podría representar el tiempo, la fragmentación del reloj, históricas fechas, edades álgidas, formulismos, cábalas. Pero, ¿cómo hacer creíbles tales dislates? Silogizando, yendo y viniendo de la cualidad a la cantidad, del tiempo al espacio, de lo apodíctico a lo asertórico, de lo categórico a lo hipotético. 12 fueron los caballeros del reino de Amadís de Gaula, 12 los meses que tardaron en cruzar el desierto, 12 las colonias que fundaron, podríamos decir.
Al saltar de la cantidad a la cualidad todo se intrinca, se mezcla, se solidifica («como quien sueña en su desgracia, que aún soñando desea soñar», nos dice el Florentino). Es menester confundir lo político (Edén) con lo natural (Manzana) y con lo filosófico (Pecado). Un signo deberá poder ser usando para enarbolar ideologías. Un diáfano pasaje de Kant explica el origen de las confusiones epistemológicas: «`Los juicios matemáticos son todos ellos sintéticos´. Esta proposición parece haber escapado hasta ahora a los analíticos de la razón humana y hasta hallarse en directa oposición a todas sus sospechas, aunque es cierta irrefutablemente y muy importante en sus consecuencias. Pues habiendo encontrado que las conclusiones de los matemáticos se hacen todas según el principio de contradicción (cosa que exige la naturaleza de toda certeza apodíctica), persuadiéronse de que también los principios eran conocidos por el principio de contradicción».
Resulta, así, que lo que antes fue saber empírico hoy es saber teórico, y que lo que antes fue mero prólogo hoy es sistema autorizado para pensar. Los sofistas, sabiéndolo, urdían sus discursos entremezclando saberes científicos con teológicos, cinésicos con proxémicos (el rostro de Dios, la lejanía del Paraíso). La labor del semiólogo, del profesional de los significados, consiste en destejer la tela de las religiones y de las falsas ciencias o, como dice Umberto Eco, de «grupos de fenómenos todavía no analizados, fenómenos cuya importancia semiótica es indudable: piénsese en el universo de los objetos de uso y de las formas arquitectónicas». El único instrumento capaz de iniciar tal labor es la filosofía, vigilante de la gramática, de las leyes que petrifican el lenguaje.
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