La clásica definición de la novela nos dice que la tal es un espejo de la vida. Y al ser un espejo, entonces es una imitación aderezada con peripecias, que son suministradas por los avatares de los siglos. La famosa definición para entender qué es un guión nos comenta que el tal es la descripción minuciosa de lo que deseamos atisbar en la pantalla. Oigamos con atención el decir de las palabras, notemos que «minucia» no significa lo mismo que «imitación», aunque sólo imitando la realidad es posible la precisa descripción, narración o contabilidad de los sucesos. Quiero discutir la proposición anterior. ¿Tuvo Dante que ir hasta el Purgatorio para describirlo? ¿Tuvo Shakespeare que convivir con monarcas para poder retratar sus psicologías? La labor del guionista consiste en contemplar imágenes nítidas dentro de su cabeza, y luego en traducirlas sin que pierdan gracia, y luego hacer de las tales gracias una estructura, un guión. A los guionistas siempre nos exigen que no hablemos de nosotros mismos, que sigamos el allegado adagio latino: «De nobis ipsis silemus». «Sobre nosotros callamos siempre», sí, y procuramos fundamentar las historias que contamos en hechos ajenos. ¡Cambiad tan funesto método y hablad de ti mismo, autor! Y para darnos fuerza, citemos algo que dijo Richard Strauss: «No veo por qué no haré una sinfonía sobre mí mismo; me encuentro tan interesante como Napoleón o Alejandro». Asentada la consciencia, pensemos en la audiencia. Hay dos clases de espectadores: los escépticos y los crédulos. Los escépticos son críticos, pero los crédulos lo son más, pues esperan ser sorprendidos, pues si no salen de la cineasta sala extasiados emiten duras opiniones sobre nuestro juglar trabajo. ¿Qué tipo de narrador conviene más para lograr la «purgación» o «catharsis», según el término estético de Aristóteles? ¿Conviene más la narración de un avisor erudito (Cide Hamete Benengeli, Edward Gibbon), la de un protagónico genial (Quijano, Marco Aurelio) o la de un testigo con bonanza moral (Sansón Carrasco, Plutarco)? Sigamos humildemente los consejos de Aristóteles, pues mejor hacemos pensando en la urdimbre de la historia que en el vocero timbre de los actores. Una bonísima forma de retener la fementida y débil atención del público es la siguiente: enarbolar una cosmología, esto es, echar mano de la teología. Kant, dice: «La idea teológica, en fin, añade a toda la experiencia un ideal de perfecta organización sistemática, que ella no alcanzará nunca, pero que siempre perseguirá, precisamente `como si´ todo dependiese de un único creador». Aristóteles aconsejaba que no contáramos historias de hombres buenos cayendo en el mal, ni de hombres malos alzándose con la gloria, porque tales barajes pedantes resultan, asustan. Hagamos que nuestro protagonista sea un mediocre, un ser ni muy bueno ni muy malo, pero que confía ciegamente en el Bien, en Dios, en la Suerte, en el Destino, en algo. ¿Ejemplo? Los personajes de Dostoievski, que son «suicidas por felicidad, asesinos por benevolencia; personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por fervor o por humildad», como dijo Borges en un prólogo destinado a pontificar `La invención de Morel´. Tal recurso ambiguo hace que el público atienda, que arrugue el entrecejo para comprender. Avancemos. Otro «recurso del método» es el anexo: usar objetos mágicos o señales misteriosas, tales como cajas oblongas (Poe), diamantes y pasos (Chesterton), pócimas (Cervantes), pinturas (Wilde), espejos (Borges). Los objetos misteriosos son para el hombre lo que el hombre es para los dioses: un juguete. El espectador siempre gustará de pensar que el ser humano tiene poder sobre las cosas, poder directo, o por decirlo en la jerga sociológica, mágico. Diego Rivera, dijo: «El cuadro de caballete, en el que se deja siempre un poco de juventud, de ideales, de vida, se transforma, apenas sale de las manos del artista, en una mera mercancía para beneficiar al `marchand´ menos escrupuloso». Puesto el ejemplo, brinquemos a la teoría siguiente. Al público le gusta reconocer lo por todos sabido en los argumentos de los actores, u oír refranes, dichos, sentencias, pues tales proposiciones son testimonio de nuestros orígenes. Un pobre se hace tesorero pero no roba del tesoro, pues recuerda que no hay hurto o engaño que dure cien años. Sancho Panza, por ejemplo, sabe que al verse regalado de vaquillas hay que sacar la soguilla, es decir, piensa con las metáforas aprendidas en su pueblo, jamás con otras. El mismo truco podemos verlo en Kafka (europeos pensando como tales en `Amerika´, burgueses pensando como tales en castillos), en Shaw (floristas simplonas intentado pensar floridas barrocadas), en Bradbury (humanos en Marte pensando como terrestres). Borges, para prologar las piezas preciosas de Harte, dijo: «Francis Bret Harte recorrió los yacimientos californianos hacia 1858. Quienes lo acusan de no haber sido asiduamente minero olvidan que si lo hubiera sido tal vez no hubiera sido escritor, o hubiera preferido otros temas, ya que una materia muy familiar suele no ser estimulante». No hay informaciones en el entendimiento que antes no hayan entrado por los sentidos, decían gentes como Locke, Hume o Berkeley. Tales datos, según la Filosofía Analítica, construyen nuestra percepción, nuestra expectativa. Al espectador le gusta, como lo dice su nombre, esperar, «espectar», «espectrar», crear espectros, plectros. Los lectores crédulos de Sade o de Galdós esperan que los buenos gocen justicias, pero los incrédulos no esperan nada, como decía Almafuerte, y se complacen mirando las perversidades de los malévolos antagonistas. Enemigo de las novedades, me place recordar a los clásicos antes de escribir un guión. Cito a Aristóteles (`Poética´): «Una tragedia es la imitación de una acción grave y que, además de grandiosa, es completa en sí misma, en deleitoso lenguaje, cada peculiar deleite en su correspondiente parte; en forma dramática, no narrativa; con peripecias que provocan la conmiseración y el terror, de suerte que se cumpla la purgación de tales pasiones». ¿Graves actos? Usad temas graves, como la locura, la muerte, el hambre, pero sin caer en lo grotesco y haciendo que lo peor acaezca atrás del telón. ¿Completa? El guión, por corto que sea, no debe quedar en la mera anécdota, y debe recorrer los paisajes de la prótasis, del epítasis y de la catarsis, y todo para infundir piedad y horror. ¿Lenguaje idóneo? Usad décimas para campesinos, sentenciosos epigramas para reyes y versos libres para `workers´. Un personaje debe ser un caballero andante, un hombre que es «apaleado y emperador» en un solo ciclo solar. Imagen cortesía de Fotolia.
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