El sistema capitalista de producción, al ver que las condiciones ambientales y profesionales son propicias, se lanza a multiplicar sus movimientos, sus actos. Que la materia prima esté ahí, que sea posible traer personas para que la trabajen, que el país del que se traen las personas haya educado a las tales para trabajar, que esté a la mano el capital económico necesario dispuesto a invertirse en el tratamiento de la mentada materia prima, es una situación que casi nunca es planificada, sino fortuita. La fortuna, así, es la distribuidora del trabajo, o por mejor decir, de las riquezas, las cuales luego se incrementan con más trabajo. El trabajador que pasa todos los santos días produciendo engendra invenciones, innovaciones, pero lo hace a ciegas, pues carece de teoría idónea para comprender qué está haciendo. Trabajamos para el diablo, decía Kierkegaard, y no nos damos cuenta. Los productos creados por los trabajadores, las mercancías, llevan en sí mismas imágenes del mundo que el ser humano no alcanza a ver. Las mercancías, digo, son un buen vehículo para llegar al inconsciente, en donde yacen cosmovisiones desconocidas pero activas. Simmel, el famoso sociólogo, escribió un ensayo llamado `El asa´, que nos servirá para columbrar las tesis antedichas. El hombre siempre ha querido saber qué es el alma (imaginación), a la que hoy solemos llamar psicología, según el escritor Borges. El hombre, conociéndose, busca comprender el mundo, y luego los orígenes de éste, remitiéndose inexorablemente a la religión, que no sirve para atisbar objetos, pero sí para buscarlos, según dice Kant en la `Crítica de la Razón Pura´. Tales suspensos producen preguntas así: ¿es mi alma algo diferenciado de mi cuerpo?, ¿cuáles son los límites de mi mundo?, ¿existe una deidad inteligente que determina mis actos? Como hacía Descartes, derrumbemos nuestras hogareñas creencias y busquemos una casa provisional mientras construimos la nueva. Distingamos, luego, lo que creemos (casa ideal) de lo que podemos (casa real). Observemos las asas de las tazas, que ahí hay respuestas. ¿Son compuestas o simples las tazas del grupo social que estudiamos? ¿Están hechas de un mismo material o están compuestas con diversos materiales (porcelana con aluminio, madera con cristal)? Preguntémosle al grupo de nuestro interés cómo «deben ser» las tazas. ¿»Deben ser» simples? Tal significa que el grupo escrutado cree que el mundo está hecho de mónadas, de esencias. ¿Son las tazas que vemos barrocas, es decir, irrespetuosas del tiempo y del espacio? Si es así, el grupo que gusta de ellas cree que el tiempo y que el espacio no tienen límites y que «todo puede ser», como dice frecuentemente Sancho Panza. ¿Se ven en las tazas las manipulaciones de la máquina? Entonces la sociedad que así hace las tazas cree en una causa primigenia, cree que sano es vislumbrar los orígenes de las cosas. ¿Podemos tomar agua o café o té en cualquier taza? Si nos lo permiten, entonces se cree en Dios, en el alma, y quien cree en el alma desprecia el cuerpo, y permite que agua, té o café se beban en tazas, vasos, tarros o en lo que sea. «Las modernas teorías del arte señalan resueltamente que el cometido específico de la pintura y la escultura consiste en representar la configuración de las cosas en el espacio», escribe Simmel. Agregaría que además representan la «configuración» mental de los pueblos. Ahora hablemos del asa. ¿Para qué sirve? Simmel responde: «el asa no sólo ha de poder cumplir efectivamente su función práctica, sino que ésta ha de hacerse patente también por su forma y aspecto». En el asa hay utilidad y belleza. El flujo acuoso de Heráclito puede sujetarse por el asa. Cuando la taza está vacía el asa es un adorno, pero cuando llena está o caliente es un instrumento. Preguntaréis, ¿y qué? «O seculum insipiens et infacetum!», que nos sabes aguardar. Antes de responder, leamos lo que Simmel dijo: «Un número extraordinariamente elevado de círculos –políticos, profesionales, sociales, familiares– en los que nos encontramos insertos se encuentran rodeados por otros círculos de igual modo a como rodea el medio práctico al recipiente, es decir, del tal manera que el individuo, perteneciente a un círculo estrecho y cerrado, penetra en los círculos contiguos y es utilizado por éstos cuando, por así decirlo, los círculos más amplios tienen necesidad». Hemos dicho que las mercancías representan nuestras maneras de ser, de pensar, y siguiendo el hilo de tal razonamiento podemos llegar a la pregunta siguiente: ¿cuáles son las asas del hombre? Lo son sus títulos universitarios, sus capacidades técnicas. La taza se une al mundo a través de su asa, así como el hombre se une al mundo por medio de sus títulos. Pero seguimos sin hacer una síntesis, sin descubrir algo. Para hacerlo, pensemos en la relación que hay entre las asas y las manos. ¿Determina la forma del asa los movimientos de mis manos, es decir, mis costumbres, la velocidad con la que muevo mis brazos? Sí. ¿Y mi rostro? También. Una taza barroca exige tales o cuales gestos y movimientos, así como el asa de poco tamaño exige que mueva mi mano con lentitud. Asas grandes para los que tienen prisa, para el mundo industrial, y asas breves para los sosegados, para el mundo aristócrata. Marx, aquí, sostendría que en las mercancías podemos contemplar los modos de producción de la sociedad burguesa. Leamos a Simmel: «Existen recipientes griegos que tienen tres asas: dos en el cuerpo del vaso, para poder cogerlo con las manos e inclinarlo en un sentido o en otro, y otra en el cuello del mismo que permite volcarlo en un sentido». El griego, notamos, deseaba relacionarse con el contenido del recipiente cómodamente, haciendo del vaso `an sich´, sin asa, un mero vehículo. Una taza tiene que convivir con platos, cubiertos, que a su vez deben convivir con mesas y sillas, que su vez deben convivir con una decoración, que aunada está con la arquitectura, que de la mano anda con la política, siendo ésta la síntesis de la filosofía de un pueblo, materia prima de todo análisis sociológico.
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