La escritura es la extensión del habla, y ésta busca imitar las finuras y gracias de lo oral, ha dicho Jorge Luis Borges. El poeta Goethe, preclaro, decía que ojos y cabeza debían estar cerca de los hechos, hechos que debían ser cribados, para que así la boca no dijera dislates. Zenón sostuvo que el filósofo «debía remojar su dicción en el juicio», pues la dicción es y será entonación, y ésta es el espejo del alma, según ha dicho un varón clásico castellano. Cuando algo nos impresiona quedamos mudos, arrebatados. Lo sublime, ha escrito Kant, nos arroba, nos embelesa, nos escamotea la capacidad crítica, nos conduce hasta el desorden mental. Es imperioso que el buen orador, así como el buen redactor, sepa controlar sus emociones, sus percepciones. ¿Cómo evitar que lo impresionante nos deje ciegos? Construyéndonos un palacio de ideas, como hace todo buen filósofo. Nada nos impresionará después de haber habitado un palacio de tal jaez. Que nada nos impresione, ni nosotros mismos, distante nos dice Horacio. El escritor que pretende darle forma a la emoción, es decir, el que busca analizar el cúmulo de emociones que nos invade todos los días, estudia filosofía. Aristóteles, para educar a los jóvenes griegos, enseñaba que el alma debía controlar al cuerpo, y que la razón a los apetitos. Redactores profesionales de la recua norteamericana, tales como Ezra Pound, Ernest Hemingway, William Faulkner o Ford Madox Ford (`hard-boiled writers´), han enseñado que es menester petrificar la calidez, cuantificar la cualidad, moderar las intuiciones o absorber sin atragantamientos la vida de los demás (Walt Whitman) para escribir loables épicas o manieristas líricas. ¿En dónde aprender tales argucias estoicas? En los clásicos. La escritura de los romanos y de los griegos siempre sosegada fue, y nos enseña a sentenciar, a ser lacónicos, cronistas juiciosos. Una expresión latina, dice: «O, nix, flamma mea!». ¡Oh, nieve, flama mía!, podemos traducir. Redactar todos los días exige frialdad, mente nevada, nevada de tan alta, de tanto vivir en lo alto o en las cumbres de la filosofía, que es un puerto alpino, según dijera el gran Arthur Schopenhauer. O como dijo el poeta Chocano, que cada lágrima ardiente se haga gema luciente en nuestras manos. ¿Es posible escribir elocuentemente siguiendo fórmulas? El maestro Baltasar Gracián escribió esto para enseñarnos algo: «la uniformidad limita, la variedad dilata». El soldado uniformado abotargado vive, y el huérfano desarrapado vestimentas cambia todos los días sin adquirir nunca una personalidad. Método puro: tedio. Variedad pura: locura. ¿Qué hacer? Buscar, como los romanos, como nuestros padres (Séneca, Quintiliano, Horacio), la mesura, el término medio, y darle «métodos al silogismo» y «arte al tropo», según las palabras de Gracián, dilecto de Schopenhauer. Gracián, para hacer de su pluma una creadora de conceptos ingeniosos o de ingenios conceptuados, que no son lo mismo, pues lo primero está hecho de silogismo pícaro (sofisma) y lo segundo de picardías bien hilvanadas (retruécanos), leía libros variados, y por eso pudo decir lo siguiente: «Si frecuento los españoles, es porque la agudeza prevalece en ellos, así como la erudición en los franceses, la elocuencia en los italianos y la invención en los griegos». Agudeza, erudición, elocuencia e invención, he aquí los ingredientes del buen orador, que en última instancia es un buen redactor. ¿Qué es la agudeza? Es lo que está en la punta del ingenioso pensamiento (¿no hizo el ingenioso Quijote espadas con las ramas y certezas morales con el Bálsamo de Fierabrás?), siempre capaz de ser agudo, esto es, angosto, entrometido, capaz de surcar recovecos, espacios nimios, o por decir mejor, la sintaxis mundanal. La agudeza es una aguja que cabe por doquier, pues no tiene miedo de encontrar cualquier cosa, de saber cualquier cosa (`sapere aude´, decía Kant). ¿Qué es la erudición? Es la capacidad que tiene una persona para manejar historias, leyes, poemas y demás, es la habilidad de encontrar correspondencias que nadie más encuentra (como don Alfonso Reyes, como don Marcelino Menéndez Pelayo, como Marco Tulio Cicerón, como el Quijote), es la capacidad de darle orden a lo desordenado, o es, como decía Gracián: «Concordar los extremos en el desempeño que en la ponderación se discordaron». Sin erudición las letras son meras piedras sueltas, y el escritor es ruin periodista («letras sin virtud son perlas en el muladar», dijo Cervantes). La erudición es el hilo que une a las ciencias. ¿Qué es la elocuencia? Quintiliano dijo que es la capacidad de convencer, de vencer, de hacer que el público emprenda la acción deseada sin dudar (`primum movens´). ¿Qué es la invención? Es hacer que los materiales poéticos de antes parezcan nuevos, ora por el acomodo que les damos, ora por el tono que usamos para mentarlos, ora por el gracejo del orador al parlar. Sea todo esto aplicable también en el mundo de la redacción, que se está llenando de aventureros, de gentes que ya no quieren visitar a Nebrija, a Plutarco o a Cervantes. ¡Prudencia! ¿Cómo se aprende la prudencia? Regresando a los clásicos, siempre respetuosos de los áureos autores. Así, creo, se comprende por qué para los griegos la agudeza era un atrevimiento del ingenio, hijo éste de la buena educación, de una gran formación académica. La educación grecolatina, se sabe, enseñaba a los niños a ponderar lo visto, a comentarlo con mesura y a explicarlo con paciencia, actos todos dignísimos del buen escritor, que es grande cuando es cortés, siendo la cortesía el rasgo del filósofo virtuoso, según la sentencia de José Ortega y Gasset. Seamos jóvenes al hablar de cuestiones bélicas, es decir, démosle a nuestro texto un tono inocente, altivo, argivo. Seamos adultos al hablar de política, o dicho sea mejor, evitemos las inocentadas y niñerías, soslayemos las utopías de los decrépitos. Seamos, por último, gente fraguada y avezada en la vida al hablar de religión, que es fe sistematizada. Y si el lector busca la síntesis, métase entonces en el magín lo siguiente de Gracián: «A los veinte años reina la voluntad; a los treinta, el ingenio; a los cuarenta, el juicio». La escritura, cuando es sincera, útil, nace del pensamiento, y no al revés, y no como la hacen nacer los estilistas, a fuerza de técnicas. Dicen que en la antañosa Grecia pulularon todas las formas del arte, los mejores artes y artistas. ¿Habrá pasado tal cosa porque los griegos, según ha dicho Bachelard, buscaban explicar la Unidad del Cosmos entrometiéndose en sus muchas formas y manifestaciones, siguiendo las filosofías de Tales de Mileto, de Anaximandro y de Anaxímenes? ¿Esfuerzo desperdigado es escribir sin tener un eje, una religión, un centro, según ha dicho el cuentista Chesterton? El griego se atrevió a todo en lo artístico porque primero quería ser imitador y luego imitable maestro, y no como los modernos, que buscan la originalidad y no los orígenes. El hombre, decía Aristóteles, se comporta mejor cuando conoce los orígenes de la estética, de la ética, de la ciencia, pero también puede ser hombre de bien imitando los ejemplos, a los artistas ejemplares, a las `species´ de los especialistas en «singularizar la honra», citando a Don Vicencio Juan de Lastanosa. Tales consejos representan la mesura, la prudencia, la flama nevada, la paciencia, el dominio de uno mismo, artes contrarias al arte moderno, amante de lo radical, de la exageración, siendo la exageración la causa del mal gusto en el arte. Ya Lope, monstruoso siempre, dijo que él no tenía «medio», miedo, que amaba o aborrecía. Bueno es odiar o amar, imprecar o alabar al escribir, pero sólo cuando somos Lope de Vega o Juvenal o don Francisco de Quevedo o Diego de Torres Villarroel. Un poema citado por Gracián ilustra la posición contraria, la postura antípoda de Lope: «En un medio está mi amor,/ I-sabe-él/ que si en medio está el sabor,/ en los extremos la I-el». Sutil verso, muy sutil, cuasi débil, esto es, poco griego, poco viril. El buen redactor, como nuestro Quijote, saca sus mejores armas sólo cuando es necesario, sólo cuando la Orden de Caballería Andante, guerrera, lo permite. Imagen cortesía de Fotolia.
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