Fundamentos del OTL o análisis lingüístico `On The Line´. -Benedetto Croce enseñó que todas nuestras experiencias son convertidas en lenguaje, y que éste, al enseñorearse del ritmo, de la belleza, se hace arte. Todos los hombres tienen sensaciones, las cuales producen ideas, siendo las tales, luego, conceptos, que al ser trabajados por la razón se trocan en relatos. Lo dicho quiere decir que conociendo la estructura de los relatos podemos discernir el pasado del hombre, que está hecho de topografías, geografías, intercambios económicos y negocios políticos.
Para lucubrar tal estructura es menester insoslayable acudir a las enseñanzas de la lingüística, ciencia que se ocupa, sobre todo, de la «frase». Todos los pueblos usan «frases», pero cada uno las acomoda de manera distinta. Hay lenguajes espontáneos (fenoménicos), los hay razonados (teóricos), y ambos son heredados. Sólo podemos conocer lo que una etnia piensa del mundo escrutando sus obras de arte, siendo las tales obras la manifestación de las instituciones de dicha etnia, siempre inspirada por sus creencias, que al cristalizarse se hacen iglesias, escuelas, rituales y mitos, familia, ciudad o aldea.
Tomemos una definición del maestro Bashô y tratemos de descubrir en ella lo esencial japonés. Dice Bashô: «`haiku´ es lo que ocurre aquí y ahora». Como sólo podemos pensar con lo que nuestra cultura nos ha regalado, digamos, con Spinoza, que el presente está hecho de imágenes pretéritas, de sueños futuros, de impresiones presentes. Todo lo mentado acaece, diría Mach, «aquí y ahora», acaece en nuestra cabeza, raíz de toda producción artística. Es el tiempo el cribador de los relatos útiles, y es la historia, madre de la verdad, la electora de los refranes trascendentales.
Tal es la mecánica de los valores, que siempre andarán rondando en los mitos, en los relatos. Meditemos: la hiladora generó instrucciones, descripciones, métodos, y todas estas cosas se trastocan, para facilidad memorística, en canciones, en cuentos, en fábulas, en poemas. ¿Podemos borrar palabras, es decir, valores de los relatos sin que los tales pierdan su estructura o su «sentido», como diría Deleuze? No. ¿Qué significa esto? Significa que en los relatos van implícitas las expresiones o formas de expresión del pasado que, como hemos dicho, son traducciones del mundo, de los fenómenos que configuran al hombre.
Roland Barthes, en un texto denominado `Introducción al análisis estructural de los relatos´, dijo: «el relato puede ser soportado por el lenguaje articulado, oral o escrito, por la imagen, fija o móvil, por el gesto y por la combinación ordenada de todas estas sustancias; está presente en el mito, la leyenda, la fábula, el cuento, la novela, la epopeya, la historia, la tragedia, el drama, la comedia, la pantomima, el cuadro pintado (piénsese en la Santa Úrsula de Carpaccio), el vitral, el cine, las tiras cómicas, las noticias policiales, la conversación [
en las redes sociales]». Decía Wittgenstein que sólo el lenguaje articulado puede ser considerado pensamiento, que sólo lo que se hace con conciencia o con los ojos abiertos es un pensamiento, y que todo lo demás es repetición, plagio inconsciente, multiplicación de los entes.
Las imágenes, retratos del entorno, también nos dicen cuáles eran los objetos que el ojo del pasado podía ver. Un «haiku», por ejemplo, es una imagen. Citemos uno: «La primavera/ también da a la bahía/ flor de mareas». ¿Qué ve el ojo del japonés que escribió el poema? Busquemos lo que hay debajo de cada palabra. Las estaciones («primavera») sirven para medir el «tiempo», luego, el poeta pensó en él, en el movimiento, en lo que perece, o sea, en lo que aparece y desaparece y vuelve a aparecer (¿esto es un «Eterno Retorno»?). El «tiempo» es una categoría primitiva o rústica, según Kant, pues es imposible separar el «tiempo» de nuestras representaciones. Berkeley sostendría que sólo podemos imaginar el paso del tiempo tirándole las hojas al árbol, para que éste señale el paso al otoño.
El poeta habla de una «bahía», de algo sólido, durable en el «tiempo». Luego, el bardo habla de la «flor», de una en el movimiento, en el «tiempo», que es «sin por qué», como diría Angelus Silesius que es la «rosa» o «flor». ¿Qué vemos? Una cosmovisión que va de lo general a lo abstracto, de lo abstracto a lo concreto y de lo concreto a lo sutil (¿inútil?), o por mejor decir, a lo particular. Detractores dirán que tal cosmovisión se encuentra también en las poesías de Góngora, y es verdad. Lo que hay que hacer para encontrar las diferencias existentes entre los «haikus» y los sonetos de Góngora es buscar cuáles son las categorías mentales que no encuentran equivalente al ser careadas.
Marx dijo que las mercancías se enfrentan las unas con las otras echando mano de su «valor de uso» (recordemos que Bourdieu habló de «mercados de palabras»). Ateniéndonos a la pragmática marxista, a la categoría semiótica de la praxis, preguntémonos: ¿en qué contexto usa Góngora la palabra «flor»?, ¿en cuál el autor del «haiku»?, ¿es comparable un «haiku» con un soneto? La traducción científica, por ejemplo, ha demostrado que no todas las manifestaciones lingüísticas pueden ser vertidas a otros idiomas. Bien, pues justo en esos objetos lexicográficos inimitables tendremos que buscar lo peculiar de cada cultura. La «flor» que el japonés poeta veía pertenece o perteneció a una geografía, a un mundo económico, a un mundo específico no similar al gongorino, y tal especificidad es inasequible para el ojo moderno, o presente, u occidental.
Pero si no podemos conocer la «flor» del pasado, sí que podemos conocer los jardines pretéritos. No podemos columbrar los significados precisos que las palabras poseían antes (el «diccionario, que no acierta nunca/ con el matiz preciso», dice Borges en un poema dedicado al idioma alemán), pero sí las estructuras que los discursos de antes tenían. Dichas estructuras, párrafos o disposiciones representan la «lingüística del discurso», mejor conocida como Retórica. En la Retórica de un texto encontramos gradaciones, órdenes, movimientos, señales que nos dicen qué era harto importante o poco importante para un pueblo (tales estructuras podemos vislumbrarlas en las enseñanzas que los sofistas promovían, en los exordios, en las introducciones, en los coros, en las agniciones, en las prótasis del teatro).
¿Puede un relato, poema o cuento decirnos cómo era la estructura de una sociedad? Sí, pero para lograrlo no alcanza la lectura inocente. Copleston, explicando las teorías que Aristóteles esgrimió para explicar la vida política, escribió (`Historia de la Filosofía´): «La familia es la comunidad primitiva, que existe para hacer posible la vida, para acudir a las necesidades cotidianas de los hombres, y cuando varias familias se unen y se procura ya algo más que la satisfacción de las necesidades diarias, se origina la aldea. Más adelante, de la unión de varias aldeas en forma de una comunidad mayor, que `se basta a sí misma o casi se basta del todo´, surge la Ciudad-Estado». La vida griega, vemos, empezó inductivamente, en lo familiar, pero instaurándose la Ciudad-Estado todo cambió, haciendo del griego un hombre más preocupado por las generalidades políticas que por las minucias intramuros. Que la épica sea anterior a la lírica o que Homero sea anterior a Horacio es culpa de los avatares históricos.
Pero, ¿todos los relatos son puros o capaces de expresar la vida de sus pueblos? No. Recordemos que los documentos que estudian los científicos no han sido hechos por científicos, y que hay que alimentarlos, mejorarlos e interpretarlos. Un discurso inglés o castellano puede obedecer a formas de pensamiento no inglesas o no castellanas, y sí a alemanas o a japonesas. Oigamos a Barthes: «Jakobson y Lévi-Strauss han hecho notar que la humanidad podía definirse por el poder de crear sistemas secundarios, `desmultiplicadores´ (herramientas que sirven para fabricar otras herramientas, doble articulación del lenguaje, tabú del incesto que permite el entrecruzamiento de las familias». La concepción griega y latina sobre la belleza, que gustaba de la juventud sabia y del poder («sabio lego», ha dicho en un texto Gracián) se inoculó en la española, y por tal razón encontramos en la poesía clásica castellana versos de la cepa adjunta: «Muchos siglos de hermosura/, en pocos años de edad».
Los supracitados versos son una forma de secundar una tradición, de seguirla, de continuarla, de comprender lo sincrónico a través de lo diacrónico. Ahora, sí, citemos un poema de Don Juan de Tassis y Peralta: «Es la mujer un mar, todo fortuna,/ una mudable vela a todo viento,/ es cometa de fácil movimiento,/ sol en el rostro y en el alma luna». ¿Podríamos deducir del poema la vida marítima de España? ¿Y su concepción del Destino? ¿Y su moralina para la mujer? ¿Y su manera de distinguir la esencia de la existencia? Dirán unos que en todas las poesías del planeta encontramos tales analogías. Todo puede ser, pero yo pregunto esto: ¿un preciso japonés haría de la mujer «un mar»? Que respondan los eruditos. Ingente trabajo es comparar todas las manifestaciones literarias existentes. ¿Qué hacer entonces? Cambiar, mientras tanto, la deducción por la inducción, guiarnos en el mundo de la sintaxis observando las estrellas y no el universo entero.
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