De cuatro ingredientes está hecha la buena comunicación, a saber: coherencia, credibilidad, consistencia y continuidad. ¿Es coherente la promesa de la marca A con mi situación? ¿Puedo enamorar sendas mujeres echándome amanerada brizna olorosa? Puedo tragarme el argumento unos minutos, puedo suspender mi incredulidad por horas, pero no aguantaré el embeleco día y día a menos que sea estúpido. ¿Le creo a las empresas? ¿La voz de la marca es creíble? ¿La promesa me genera un deseo o necesidad o angustia o imagen mental? Tal vez sí, tal vez no. ¿En qué consiste o en dónde está la consistencia del mensaje que oigo en la Televisión o en la Radio? Afirman que si compro tal cosa rebajaré la panza, y afirman, además, que comprando tal reduciré la barba. Tengo que rasurarme, tengo que verme presentable, «obligatoriamente», en el trabajo, y por eso me compro una navaja mágica con múltiples dimensiones, dimensiones que además huelen a menta. Pero, ¿es «obligatorio» bajar la panza? No. ¿Le creo al anuncio que me vende una abominable máquina de abdominales? No. ¿Un argumento corto servirá para reducir mi ardua y esmerada panza? No. Pero si leo un artículo que hable, poco a poco, de las ventajas de no tener panza, tal vez me anime a doblegar mi cuerpo quinientas veces al día. ¿Un anuncio televisivo alcanza para llevarme al mundo del sudor y de las caras rojas? No. Un anuncio normal, uno corto y conciso no tiene continuidad, no me sumerge en un argumento. Por lo dicho es menester hacer panzudos reportajes publicitarios.
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