Apuntes para la clase de investigación de mercado– La ínclita Fortuna tiene un lugar privilegiado en nuestra cabeza. Ciega, la de vendados ojos es incapaz de elegir libremente a sus víctimas u objetivos, muñecos destrozados, destripados y despeinados por sus infantiles manos. Muchas nociones o axiomas primitivos siguen pernoctando en nuestro oscuro cerebro. Nos educamos en grandes universidades, nos especializamos en menesteres eruditos, pero jamás perdemos del todo ciertos pensamientos naturales, casi instintivos. Ciegos, afirma un sociólogo pluralista, creemos en la técnica con el ciego fervor con el que los tribales creen en sus rituales. Pero no sería bueno sacar del todo tales instintos noéticos y vivir con puros métodos metidos en la cabeza, pues seríamos como Migajas, un granuja ideado por Benito Pérez Galdós que se convirtió en muñeco, abandonando su humanidad y sufriendo. ¿Qué diríamos si nos transformáramos en máquinas meramente pensantes? En `La princesa y el granuja´, de Galdós, leemos: «El serenísimo Migajas experimentaba, desde el instante de su transformación, sensaciones peregrinas. La más extraña era haber perdido por completo el sentimiento del paladar y la noción del alimento. Todo lo que había comido era para él como si su estómago fuese una cesta o una caja y hubiera encerrado en ella mil manjares de cartón, que ni se digerían, ni alimentaban, ni tenían peso, sustancia ni gusto». Un científico que dirige sus ojos más veces hacia el método que hacia la intuición, que hacia su objetivo, es un mal científico, pues está más preocupado por la limpieza de sus espejuelos que por observar el mundo a través de ellos. El método de los métodos es la lógica, que siempre deberá ser flexible, que jamás deberá confundirse con el método. Al transcribir lo observado en una libreta acaecen distorsiones, y lo que percibimos en forma de imágenes tiene que ser vertido en palabras capaces de representar lo observado. Arte y ciencia, todos lo saben, están anudadas. Sin arte, sin intuición, la ciencia es ciega, y sin el método de la ciencia el arte es un abismo, retomando el discurso de Immanuel Kant. ¿De qué tradición estética proviene nuestra admirable percepción científica? Los franceses, Barthes, Gennette, Violette Morin, afirman que nuestra tradición estética nació de la descripción y de la narración. La narración es temporal y la descripción es espacial. ¿Qué vemos en los objetos quietos? ¿Qué vemos en los acontecimientos? ¿El amor hacia nuestro objeto de estudio impide la claridad visual? ¿Somos un Quijote que en fea y desaliñada y apestosa campesina mira a la ideal señora Dulcinea del Toboso? Un poema de Urbina, cantaor mexicano, dice: «El amor es un huésped que importuna». Pero definamos al amor. Cicerón sostenía que el amor es un deseo de amistad dirigido hacia alguien que apreciamos físicamente. Amistad, intimidad buscamos. Belleza, placer buscamos. Queremos que el placer nos sea íntimo, queremos que nuestro objeto de estudio, ora la sociedad, ora la molécula, ora los astros o la política, intime con nosotros, se familiarice con nosotros. Pero ese amor es lo estorboso, lo achacoso. El amor es una «mitología privada». ¿Qué es un mito? Es un relato que procura reconciliar contrarios, uno que procura, por ejemplo, justificar la existencia y convivencia del mal con el bien o de la fealdad con la beldad. El científico, enamorado, justifica la existencia de su objeto de estudio aunque éste sea poco interesante, útil o nítido. El enamorado es como un borracho que busca las llaves que perdió sólo bajo la luz del farol, que no se mueve. Un científico sano que ya no trabaja bajo los efectos del amor sabe que lo importante son las condiciones bajo las cuales se menea su objetivo, mientras que uno enfermo cree que su objetivo produce condiciones. El sano escruta escenarios y el enfermo personajes. Muchos escenarios históricos, políticos, ideológicos y epistemológicos han cambiado, pero muchos científicos siguen buscando en las nuevas tablas a los viejos personajes, y ya no están físicamente, aunque sí espiritualmente. Por eso, conjeturo, decía Gastón Bachelard: «El conocer debe evolucionar con lo conocido». La literatura occidental, de estirpe romántica y quijotesca, dantesca y goethiana, quiero decir, idealista (léanse las críticas que Ortega y Gasset hizo contra el Idealismo), sigue instalada en nuestra percepción, en nuestro modo de ver el mundo. Con la llegada de hombres como Flaubert, Tolstoi, Zola y compañía, la literatura pasó de la idea romántica al realismo clásico, aunque aburguesado y aderezado con quimeras tecnócratas. Pero la asimilación o digestión de las obras de tales hombres será lenta. ¿Cuánto tiempo tardó el número en sacudirse sus pitagóricos resabios idealistas? Más de dos mil años. No sabemos en cuánto tiempo nos despojaremos de nuestras capas ideales, pero debemos comenzar. Y creo, es más, que ya hemos comenzado. Adoptar un método es aceptar que hay cosas que pueden conocerse `a priori´ o que pueden ser reveladas a base de concentración. ¿Qué pasa cuando el enamorado va conociendo a su amante? Los adjetivos cambian, y la alabastrina piel termina siendo sólo blanca, y los rayos de sol que eran los caireles terminan siendo sólo cabellos rubios («quitadle los caireles de la rima», aconseja León Felipe), y los ojos oceánicos resultan no ser hondos. El tiempo derrumba literaturas, ideas. El enamorado, como el científico que ha vivido décadas con su objetivo, no deja de amar, pero sí empieza a perder locura, y dice, con Urbina: «fui un loco,/ tú me curaste, gracias, y ya puedo/ saber lo que imagino y lo que toco». El método, mal usado, nos empuja a hacer mediciones demasiado precisas, acto tan absurdo como hacer mediciones imprecisas. Medir, recordemos, es poner sobre un objeto un instrumento que jamás es absoluto. Cinco centímetros significan algo en un mundo de treinta centímetros, y nada más. ¿Qué cribamos de todo lo dicho? Que los métodos deben ser tratados como son tratados los sueños: con incredulidad.
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