Son los franceses los más obsesionados con el estilo. Flaubert, Stendhal o Balzac son famosos por sus encarnizadas revisiones textuales. En cambio, sí, nosotros los españoles somos veloces, prolijos, aves, despreocupados como Lope de Vega o como Cervantes, que escribían lento o rápido, pero sin menudas mortificaciones. Invertir media o una hora para determinar si una coma está bien puesta o si una palabra suena bien heroico acto es, acto de estilista es. Nuestro mayor estilista, Francisco de Quevedo, logró la perfección estética evitando complicaciones, evitando la transmutación del léxico y de la gramática, acciones practicadas, según José Ortega y Gasset, por el buen escritor. Para Quevedo, siempre lo digo limitándome al juicio de Borges, el lenguaje era un formulismo, una extensión del latín, del viejo latín, del latín culto, del ciceroniano, digamos. Escribir bien, dijo un miembro de los duros escritores norteamericanos de la cepa de Faulkner y Hemingway, es tremendamente difícil. Pero tracemos una línea divisoria entre la palabra «bien» y la palabra «correctamente». Casi cualquiera puede escribir «correctamente», aburridamente, rígidamente. Muchos militares que no han estudiado profesionalmente retórica, gramática o estética, han escrito de manera admirable (pienso en Marco Aurelio, en Laclos). Cualquier vecino puede escribir la expresión «Un hombre tomó el cuchillo y mató con odio a su mujer», pero no cualquier avecindado puede escribir la expresión «Asió el acero y deslumbró hasta la ceguera a su consorte». Discernamos, pues hay un discurso científico y otro común y corriente. Nosotros, redactores profesionales, ¿cuál tenemos que usar? Si asimos el común y corriente nuestros textos sonarán como cualquier otro texto, pero si empuñamos el otro, el científico, posiblemente nadie nos comprenda. Confusión de confusiones. Que la dialéctica nos salve. ¿Cuándo se complican las cosas? ¿Por qué un texto legible se hace ininteligible? Susan Sontag, mi dilecta Susan Sontag, atisba soluciones. La yanqui pregunta: ¿acaso lo que uno escribe espontáneamente jamás está bien? Hay textos científicos escritos con soltura y con divulgador afán, y se entienden (véanse los libros físicos de Hawking o de Heisenberg). Hay libros redactados con «rigor» que no se entienden (Borges declara no haber podido leer a Kant, y Chomsky decía que Lacan escribía para confundir). Lo ideal sería escribir textos rigurosos y diáfanos, pero tal es harto complicado, porque las muchas revisiones de un párrafo terminan sumando, no restando, o hilando, no deshilando como Penélope. Aprendamos a borrar, a quitar. Pero borrar no es sólo suprimir palabras. No borramos palabras para hacer que un texto sea eficiente: borramos «efectos». Pensemos en la siguiente proposición: «Todos los padres son buenos con sus hijos». ¿Qué podemos hacer para reducir el tamaño? Lo siguiente: «Los padres son buenos». La palabra «padres» implica «hijos», y la bondad mentada incluye a los tales. Si fuésemos empleados telegrafistas dicho método útil sería, pero como somos redactores, no. Siempre preguntémonos: ¿qué queremos decir? El lenguaje escrito aspira a tener los encantos del oral. ¿Quiero transmitir bondad o ternura? ¿La segunda expresión tiene los encantos de lo oral? No. Las lacónicas expresiones cortas y concisas no pierden emoción o sentido cuando son leídas por entendidos, por eruditos. Menéndez y Pelayo no necesitaba, como buen entendedor, que Villarroel o que Rojas explicara mucho los rasgos de sus pícaros, pero un lector común sí necesita ayuda, gestos, ademanes. ¿Cómo complicamos un texto? Leamos lo que dice Sontag, que afirma que un texto inicial es una revoltura: «Digamos que es una mezcolanza. Pero tienes la oportunidad de arreglarla. Intentas ser más claro. O más profundo. O más elocuente. O más excéntrico. Intentas ser fiel a un mundo. Quieres que el libro sea más amplio, que tenga más valía». Vanidad de vanidades. ¿Claro? Bioy Casares, el de la fantasía racionalizada. ¿Profundo? Kant, el de los razonamientos fantásticos. ¿Elocuente? Unamuno, el de la emoción demagógica. ¿Excéntrico? Pound, el de la demagogia de la emoción. No podemos ser todas las cosas al mismo tiempo, no podemos mezclar en un texto destinado a las masas todos los estilos. Dámaso Alonso ha escrito un poema que dice que la lengua es «barro mortal, cincel inepto», queriéndonos insinuar que todo texto es algo vivo, algo que hoy expresa bien y mañana, no. Si escribimos simples opiniones, o como quieren los periodistas, meras «representaciones» de los hechos, la fotografía terminará sustituyendo al texto. La misión del redactor, hoy, es: redactar textos que imiten las gracias del lenguaje oral. Dice Sontag: «Los poetas viven del oído mucho más que los prosistas». Un verso es un pensamiento entonado, decía Borges, y Valéry, el gran crítico, sospechaba que de una buena rima o sonido pueden nacer ideas o imágenes, mientras que de una idea o imagen no pueden salir magnas poesías. Certeramente, creíblemente, los textos que no logren interesar no sólo a la vista, sino también al oído, están condenados a desaparecer.
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