Apuntes para la clase de semiótica– Hannah Arendt ha sostenido que la misión de los poetas consiste en narrar los hechos de los héroes, esto es, en historiar, siendo la historia madre de la verdad (según el dictamen de Cervantes) o una ciencia dedicada a registrar asuntos económicos y políticos, luchas de clases y de ideas. Borges, en sus estudios sobre la literatura sajona, ha escrito que los primeros bardos ingleses o últimos bardos sajones sólo cantaban canciones bélicas, no trovas amatorias. Ezra Pound, en sus ensayos sobre la poesía de los trovadores, ha señalado que las descripciones del clima y de los paisajes abrían los poemas eróticos, iniciaban el canto. Michel Foucault, en sus escrutinios sobre la influencia que ha tenido el lenguaje pastoral sobre las ciencias médicas, jurídicas y psiquiátricas, ha demostrado, creo, el cambio gradual de la prosa con la cual se describían enfermedades, monstruosidades y casos delictivos, cambio o paso de lo poético a lo retórico, y de lo retórico a lo semiótico. Platón, el melodioso Platón, en su diálogo titulado `Ión´ luchó para que los poetas y los rapsodas y los relativistas sofistas se fueran de la República, pues todo lo transmutaban en fantasía, gran enemiga de la ciencia, de la lógica y de la psicología (Antístenes se burlaba de la actitud teorética, no poética, de Platón, diciéndole: «Oh Platón, yo veo el caballo, pero no veo la caballidad»). Para el griego o para el autor del `Crátilo´ y del `Banquete´ la belleza terrenal, la apariencia terrestre, es una simple sombra de lo celestial, del mundo de los arquetipos. Todo este exordio tiene propósitos franceses: construir un código entre el lector y yo y dilucidar cuáles son los efectos o artificios que el lenguaje coloca sobre las cosas (las cosas son «mudas y quietas», según un poema de Rainer Maria Rilke). Detrás de las palabras hay cosas, y tales cosas son las que nos interesan cuando hacemos análisis lingüísticos o arqueología del saber. La lingüística se ha hecho, según Roland Barthes, deductiva (ésta, de afanes inductivos, sólo abarcaba hasta hace unos años 3,000 lenguas). La lingüística proporciona las teorías necesarias, aunque insuficientes todavía, para el análisis de los relatos. Los relatos son historias contadas con lengua versátil. Barthes, en la `Nota 62´ de su `L´analyse structurale du récit, Communication, No. 8´, dice: «El cuento, recordaba L. Sebag, puede decirse en todo momento y en todo lugar, no así el relato mítico». El cuento no depende de la pragmática, y es entendible en cualquier lugar, pues en él lo importante es el «núcleo» o «nudo», es decir, el mensaje, el eje, la moraleja. Al estudiar los relatos que la gente enuncia en la calle debemos aplicar las teorías lingüísticas y olvidar el pragmatismo auditivo. Pensemos en cuatro niveles básicos: fonético, fonológico, pragmático y gramatical. Retomemos a Platón, sí, e imaginemos que el lenguaje o que un relato es sólo la sombra del mundo de los arquetipos, o sea, del inconsciente del relator. Supongamos que escuchamos la siguiente expresión en la calle, el siguiente poema de Miguel de Unamuno: «Oye mi ruego Tú, Dios que no existes,/ y en tu nada recoge estas mis quejas». La lingüística estudia frases como el botánico estudia flores y no ramos de flores, afirman los avezados. Olvidemos, momentáneamente, la métrica de los versos. Fonéticamente, creo, la proposición gira en torno de la palabra «Tú». Hay, aquí, un reclamo, una necesidad insatisfecha: hay el perenne afán humano de hacer que todo sea humano. Las emociones se expresan mejor a través del tono o del sonido que de la grafía. Ahora saltemos al nivel fonológico. «Ruego» y «quejas» son palabras que denotan el «habla» de una persona, una «dramatis personae», y «no existes» y «en tu nada» son términos apersonales. Ese juego o ese ir de lo apersonal a lo personal es el estratagema que usó Unamuno para que sus versos hipnotizaran. Todo lo personal, íntimo, pertenece al relato «metonímico» (Unamuno habla del que «no existe» para calificar a Dios), y todo lo apersonal, simbólico, pertenece al relato «metafórico» (Unamuno dice «en tu nada» para metamorfosear la «infinitud» de Dios en esperanza). Así, afirmemos: al oír metonimias oímos experiencias personales, propias, íntimas (`imaginatio´ o primer tipo de conocimiento espinosista), y al oír metáforas oímos experiencias compartidas, aprendidas de la «luenga y discreta experiencia» ajena (`ratio´ o segundo tipo de conocimiento para Spinoza). Pero los fenómenos lingüísticos o gramaticales, como diría Wittgenstein, no siempre acontecen así. Hay personas que relatan cosas que jamás han visto con la fluidez y la confianza del que sí las vio (Dante, Swedenborg, Shakespeare, Kant, por poner ejemplos extremos), y hay gente incapaz de trasladar lo que vive al lenguaje de las palabras, como la gente con escasísima educación escolar. Oigamos una advertencia de Augusto Comte (`Cours de philosophie positive´): «El método no es susceptible de ser estudiado separadamente de las investigaciones en que se lo emplea; o, por lo menos, sería éste un estudio muerto, incapaz de fecundar el espíritu que a él se consagre». Los lingüistas, al estudiar relatos, han querido reducirlo todo a cuatro categorías intelectuales, a saber: nudos (morales y sociales), catálisis (hechos insignificantes, tales como fumar, esperar, pagar), indicios (señales vagas, cenizas, humo, pistas de Doyle) e informes (datos duros, edades, profesiones). Alguien puede contarnos que decidió viajar a Europa para buscar trabajo (nudo social), y que en el avión se emborrachó (catálisis), y que los europeos que venían junto a él hablaban de problemas laborales (indicios), y que al llegar al aeropuerto le impidieron la entrada porque tenía aspecto de `worker´ y porque ya eran demasiados los `workers´, más de un millón (informe). En el poema de Unamuno, así, la taxonomía sería la siguiente: Unamuno decide creer en Dios (nudo moral), decide rogar (catálisis), decide esperar y ver si la «nada» es algo (indicio). Más adelante el poema nos da informes, datos duros. No podemos hacer de los supracitados versos de Unamuno, como podemos apreciar, un objeto de estudio final del cual podamos extraer toda la información que necesitamos para entender qué es un relato («todo lo que está anotado es por definición notable», escribe Barthes). Podríamos pasar al nivel gramatical y encontrar «hallazgos», rupturas, una sintaxis que tal vez para un escolástico como Copleston sería una falta de respeto. La retórica clásica analizaba la `elocutio´, la `dispositio´ y la `inventio´, esto es, la pronunciación, el método discursivo (exordio, introducción, argumentos, demostraciones y conclusiones) y las imágenes (la `res´, no los `verba´) creadas por el orador o escritor. Pero hoy ya no podemos esgrimir las mismas herramientas retóricas para analizar textos, pues tales herramientas pertenecen a otro «sistema de costumbres intelectuales», a un sistema que ya no ve en los personajes meras personas, que ya no ve dualidades (malo-bueno, comprador-vendedor). Hoy, digo, quien escribe ya no es la misma persona que habla, ni el que habla es quien vive la historia que se escribe. Unamuno escribió su poema ateo, pero en el poema habla un ateo que no es Unamuno, y dicho ateo sólo es ateo en los momentos de exaltación poética. Freud y los estructuralistas nos han tripartido.
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