Bien hacía Jorge Luis Borges al desconfiar de la fama literaria de José Ortega y Gasset, crítico. Al español se le notaban algunos rasgos de novicio escritor (exceso de palabras olvidadas, pulcritud extrema, disculpas constantes). Constantemente, plenamente, Ortega y Gasset metía en sus textos atisbos científicos, y lo hacía, creo, para hacer que nuestra `Mater Hispania´ pareciera moderna, actual, totalmente europea, europea en el sentido francés y alemán del término. Quiero discurrir sobre la penosa crítica de arte moderna. ¿Por qué Goethe admiraba al joven Ampère, crítico en `Le Globe´? Porque el barbicorto era largo de juicio. Los textos que todos los días tengo que escrutar con cansado hastío y con cansados ojos, hablan de abstracciones, de técnica, de estética, de lógica, sí, pero jamás de la técnica de la pintura, de la estética de la escultura o de la lógica de las matemáticas. Seguimos sumergidos en el mito de la pureza, del empirismo puro. Seguimos (perdonarán mi gnoseológico léxico, pero en el fondo de mis entrañas creo que la gnoseología tiene que ver más con el arte que con la ciencia) creyendo que hay «historia» así nada más, que hay «ciencia» así nada más, que hay «tecnología» así nada más, pero tan luengos juicios son incorrectos, o al menos, irreales. Vamos entendiéndonos, y digamos que un crítico, al criticar, yace frente al caos, o frente a la pintura de Jackson Pollock llamada `Número 1´, salpicada y escurrida en el año 1948. ¿Qué tiene que hacer el crítico de arte? Tomar una posición, hacerse trágico, o cómico, o sátiro. Si cómico es la pintura de Pollock será blanca con manchas negras o morales, pero si trágico es la pintura será negra con momentos de luz. Y si sátiro es, entonces la pintura será el remanente del laxo trabajo de un pintor haragán, y nada más. ¿Tiene que repetirnos el crítico que la `action painting´ nació en New York y en las palmas de parisinos opiómanos? ¿Tiene el crítico que decirnos que la teoría estética de los pintores de la acción era vacua, equívoca, y que lo único que les importaba era exaltar el acto de pintar, de bailar con el aerosol, con el pincel, con la pluma, con el jazz y el alcohol? Si la tarea del crítico fuese la de imitar a las enciclopedias, no harían falta críticos. El crítico compara, mata mitos, vivifica escombros, junta lo aislado y aísla lo juntado, criba, siembra, cosecha lágrimas por arar pasiones, credos. Decía mi querido H. L. Mencken que los críticos competentes son hombres presuntuosos, letrados que saben que tienen más ideas que sus criticados. Criticar es, como decía el Sabio de Baltimore, irse a los golpes contra el enemigo. ¿Qué demonios son esos escupitajos de Pollock? ¿Son un sistema de simbolismos o un simbolismo que desea hacerse sistema, tema? Tal vez sólo Lacan podría ver algo en esa masa de garabatos. ¿Qué opinaría Rimbaud de Pollock, simbolista, francés, sí, pues en Francia todo es utopía política, simbolismo de la libertad? En `La taberna verde´, soneto que Arturo Rimbaud escribió en 1870, el jovial o juvenil bardo nos cuenta que en Charleroi pidió tostadas con manteca y jamón caliente, y que descansó sus siempre en botas enfundados pies bajo una mesa verde mientras miraba los «ingenuos dibujos» de un tapiz. ¿Por qué los trazos de Pollock serían ingenuos? Porque obedecen a un `primum movens´, a un movimiento instintivo, a uno sin control. ¿Y no ha dicho en multitudinarios textos imaginistas el aeda Ezra Pound que el poeta es un voltímetro, un aparato capaz de controlar sus emociones? ¿Para Pound y para Rimbaud el señor Pollock sería un gran poeta? Otros dirán que en la pintura del ebrio accionista de colores ven la obra de Kafka, que ven subordinación, infinitud burocrática, en fin, que ven `Der Prozess´. Otros más aseverarán que ahí hay filosofía antigua, que ahí hay pensamientos de Demócrito y hasta de Góngora. Yo, ciertamente, creo que la pintura de los impresionistas abstractos es una especie de traducción de la literatura norteamericana, la cual es, según aquello de John Macy, «idealista, melindrosa, endeble, dulzona». Triunfa quien fracasa, dijo Cocteau, y es sensiblero quien afana dureza (quien pega con el puño en la mesa mientras llora) y duro quien acepta la sensiblería, y patético quien simula estoicismo y estoico quien arrostra de una vez por todas el llanto. El Dante, para describir nuestro lado izquierdo, ha estibado sobre la memoria humana unos versos así: «Da aquella parte ove il core ha la gente». Critiquemos, ejemplifiquemos, que en nuestros tiempos nadie es capaz de entender algo sin ejemplos. Dante es más duro que los `hard-boiled writers´ (Hemingway, Harte) aunque habla del corazón. ¿Por qué? Porque al decir que el corazón es algo que se carga o se porta como pasaporte, hace que el ser humano quede reducido al automatismo, a la mecánica. El crítico actual teme caer en lo barroco, y busca, según él y sus sueños, lo clásico, siendo lo clásico una sarta de textos barrocos en donde el ornato, según José Ortega y Gasset, es substancia, esencia. Góngora, por ejemplo, hace que las «rosas» sean «manzanas» de «Tántalo», hace que la rosa y la manzana se fusionen sólo porque en común tienen el color rojo. Y tal reduccionismo forja iconos, y lo icónico es más directo y fácil de comprender que cualquier simbología, según las enseñanzas de la semiótica. El crítico quiere hablar del mar, del mar sin nación, y buscando la «objetividad» cae en la ideología, en lo políticamente correcto, según ha dicho Louis Althusser, filósofo marxista. ¿Por desgracia algún día la expresión «La maggior valle in che l´acqua si spanda» de Dante será lengua muerta o inútil para hablar del Mediterráneo? ¿Algún día el canto democrático de Walter Whitman, periodista de Long Island, será epopeya sin gracia? Creo que la gran crítica de arte debe regresar a los orígenes, a la búsqueda de la intuición, del ojo pineal, ojo para el que ver, registrar y enjuiciar son una misma cosa.
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