Me llevaron a un cuarto que sólo tenía una mesa y cinco sillas, míseras galletas y agua simple, y me sentaron en una de las sillas, y sacaron una hoja de papel en blanco, y me dijeron: «Necesitamos lo que tienes ahí adentro, que hables». Yo temí por mí, y pensé que me abrirían el corazón, o la cabeza, o el cuerpo. Uno de los hombres sacó un cigarrillo, lo encendió, y creo que intentó emular una varita mágica, pues movía su cigarrillo con ahínco. El otro sudaba, sudaba mucho. Con un pañuelo, mientras caminaba, se secaba el sudor. Silencio. Yo no iba a hablar hasta saber cuáles eran las condiciones de ella. Pregunté por ella, pero ellos guardaron silencio. Uno de los dos, impaciente, azotó el puño contra la mesa y exclamó: «No necesitas saber más de lo que sabes, muchacho. Lo que necesitas es hablar, hablar, hablar, anda». Yo cerré los ojos e intenté imaginar cómo estaba ella. No sabía si estaba plenamente viva o si se estaba muriendo. ¿Cómo saber qué hacer sin información? Pasó una hora y la atmósfera se tensaba. Salieron del lugar, y para que yo no escapara cerraron la puerta por fuera. Tomé la hoja en blanco e intenté escribir en ella lo que ellos necesitaban, pero no pude. No puedo darles lo que quieren si antes no sé, a ciencia cierta, qué pasa con ella. Saqué de mi cartera algunos papeles, como notitas de tienda y tarjetas de presentación y escribí mensajes de alerta. Una nota decía: «Por favor, llévele este mensaje a X y dígale que me informe cómo está». Otra decía: «Soy un redactor torturado. Necesito información de X para hablar y sobrevivir». No me atreví a entregar las notas. Si los dos hombres se enteraban de mis actos se enojarían y matarían a X con tal de hacerme sufrir. Regresaron. Me negué a hablar y ellos empezaron a torturarme las fibras más profundas con filosas cifras. Aguanté el dolor con virilidad. Como vieron que no hablaría, me amenazaron diciéndome que me asfixiarían. Sacaron una pantonera y me dijeron: «Escoge de qué color quieres que te pongamos». Callé. Cuando uno de los hombres se me acercó para matarme, llegó mi agencia de publicidad, y el Escuadrón de Cuentas me salvó. Por favor, jamás vuelvan a dejarme solo con un cliente.
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