Tengo la misión de enseñar a degustar el arte, y mi tarea se lleva a cabo en una trinchera bien vigilada, que es un salón de clases. ¿Cuál es el primer problema con el cual me enfrento cuando los estudiantes oyen hablar de poesía, pintura y estética? El problema de la utilidad. Gracias a la educación administrativa y de tendero que recibimos en el país la gente siempre pregunta para qué sirven las cosas. Y si algo no sirve, «no sirve», no es digno de aprenderse. Hoy se aprende el inglés de los contratos comerciales, el alemán de la tecnología, italiano de coristas y francés de cocinero, pero no el inglés de Milton ni el alemán de Liliencron, tan del gusto de mi gustado Karl Kraus, y menos el italiano de Croce o el francés de la lírica de Verlaine. En fin, pasemos a nuestro asunto, a nuestro problema: ¿cómo aguzar la sensibilidad de los jóvenes?, ¿cómo convencerlos para que se adentren en buenos libros y vean pinturas maestras?, ¿qué historias pueden llamar la atención de una sensibilidad embotada por un futurismo que nada de italiano tiene, que nada de poético tiene? Con mucha suerte y más ganas he logrado que los alumnos lean los libros de Charles Bukowski, que hablan de las trifulcas y pesares de alcohólicos, prostitutas, boxeadores y delincuentes. Si el arte es el espejo de la sociedad, tenemos, sí, que estamos en una sociedad delictiva, pugilística, embebida y amante de carnosas ventas. En la extraordinaria traducción que Cansinos-Assens hizo de los libros de Goethe encontré una expresión digna de perdurar, que dice: «Lo que en la vida nos carga, en pintura nos agrada». Nos distraemos cuando vemos en la calle pordioseros, pero vamos al cine a verlos. Cuando un niño nos pide limosna actuamos caros y seguimos nuestra vida, pero vamos al cine a ver las minuciosas hambrunas de los en exceso urbanos niños. Lo gradual, es decir, lo que se hace con amor y esmero puede más que lo súbito, que lo que se hace por la fuerza. El «graduado» universitario es un hombre que «gradualmente» se hizo otro, o así debería ser. ¿Podemos sacar de su mundo a un joven sin que éste se resienta contra el mundo? No. No podemos hacer que una sensibilidad insensible a mundos nuevos los comprenda. Lo que sí podemos hacer es pasar del realismo de Bukowski, que es sensiblero y cruel, al realismo castellano, que sermonea y censura el sexo, y de ahí al francés, que erótico resulta, y luego al clásico griego y latino, que hace hablar a la verdad en vez de hablar de ella. Baruch Spinoza ha dejado escrito en su `Ética´ que mientras más modos de sentir tengamos más cercanos a la perfección estaremos. Un redactor que sólo sabe achaques financieros, económicos o administrativos sólo sabe hablar de cábalas monetarias, imprecisiones estadísticas y burocracias kafkianas. Bien, pues es más que necesario, es decir, moralmente obligatorio, que los escritores de los periódicos se dejen de gazmoñerías especialistas y empiecen a usar el cuello, a voltear. En 1890 Vicente Van Gogh se quitó la vida, pero antes se retrató a sí mismo, se hizo una autobiografía pictórica. Pensemos en el `Autorretrato´ de Van Gogh de 1890. Podemos usar dicha pintura para hablar de matemáticas o de física. Veamos cómo. Si hiciéramos un estudio estadístico del gusto masculino de las mujeres descubriríamos algunas tendencias favorables hacia los hombres con barba. Sólo especulo, no se rasure mi texto. ¿Qué significa la barba? Virilidad. Schopenhauer comentó en uno de sus voluntariosos tomos que la barba hace que las mujeres piensen en el sexo del hombre. Verídico o no, el argumento despierta imaginaciones. Al referirnos a una pintura damos un aire de certeza, de cultura, de especulación ardua, que siempre termina siendo filosófica. ¿Cómo es posible conocerse a sí mismo? Ciertamente jamás por medio de la contemplación, pero sí mediante la acción. El retrato de Van Gogh retrata la acción de su espíritu. Según los análisis del lenguaje hechos por el escritor Bertrand Russell el lenguaje popular refleja la opinión pública, que es madre de la sociedad. Van Gogh opinaba de sí mismo muchas cosas, pero jamás concilió su alma con su cuerpo, su sentimiento con su habilidad, su dialéctica con su técnica, sus colores con su negra angustia. Hablemos de física. Según los físicos, teólogos de los futuros libros de historia, hay moléculas o éter o cuerdas insensibles que intrincan la raigambre del mundo. La pintura de Van Gogh nos explica, mejor que cualquier diagrama o epigrama cómo es el tejido mundano. A nuestro Vicente poco le importaban los paisajes: le importaba la energía que emitían los paisajes. Esas pinceladas marmóreas nos cuentan que los sólidos objetos están hechos de electrones, de puntitos que se unen por causas conocidas para nuestra ciencia, pero incomprensibles para nuestros ojos, que siempre buscan desconcertar el cerebro. Los viejos chinos, egipcios o mahometanos creían que el cuerpo era un botella llena de agua, y que cuando la botella se rompía el agua interna se unía al agua del océano, al «todo». El traje de Van Gogh, hecho de agua, sinónimo de movilidad, no se une con el todo que le rodea porque las siluetas, trazos o líneas lo impiden. Hemos hablado un poco de teología y cosmogonía usando la pintura de Vicente. Y si queremos hablar de química bastará mencionar que la leche sobre la madera da azul, y que el azul verdoso o verde azulado del retrato de Van Gogh representa una vida echada sobre el confuso bosque vital, que obviamente está hecho de árboles que están hechos de madera. La pintura es una representación muda que quiere que le pongan voz, que alguien le dé expresión a su silencio. Sigo. También podríamos hablar de historia usando el trabajo del amigo de Gauguin. A la sangre, cuentan los libros de historia, en la Edad Media se le llamaba «agua de la espada» o «rocío del muerto». Somos un río en otro río, diría Van Gogh en el estilo de Borges, y la espada que entra en nuestro cuerpo es un remo que nos impulsa a la muerte, si me permiten echar mano de la espada metafórica, que mata la literalidad, es decir, la estupidez. El arte es el arte de la renovación imaginativa. Foto cortesía de Fotolia.
Comentarios