Asaz me place encontrar sutilísimas relaciones en los textos que leo todos los días, y me complace imitar, al menos, a Alfonso Reyes, que tenía una memoria superior a la memoria de Menéndez y Pelayo y a la de Saintsbury. ¿A qué la arenga memorística? Creo en la memoria, creo que es la base para recombinar los datos del mundo, maestro y combinatorio ingrediente éste que hace posible escribir ciencia ficción o `scientifiction´. Hoy quiero meditar sobre ello. ¿Qué es la ciencia ficción? ¿No es la conjunción del término «ciencia» con el término «ficción» un vulgar pleonasmo inventado por los americanos del norte, siempre hambrientos de futuro, para practicar el hábito de la teoría sin amarras metodológicas? ¿Por qué Ray Bradbury, ejemplifico, logra convencernos con sus «fantasías cosmogónicas»? Ayer, ayer un guionista que entrenándose está me dijo que estaba «tapado», bloqueado, que no podía crear. Ayer, insisto, nació la meditación siguiente, que tratará de elucubrar, a grandes rasgos, cómo se escriben ficciones. No olvidemos que el rol del artista en el pasado consistía en entretener, no en perder el tiempo en tertulias. `Las mil y una noches´ es un libro grande de entretenimiento, un libro de poesía, siendo los libros de poesía «libros de entendimiento sin perjuicio de tercero´, como dijo alguien en el `Quijote´. Un libro de entretenimiento no adoctrina, no dogmatiza, no educa en el sentido latinoamericano de la política (no tiraniza, aclaro), no guía. Un libro de entretenimiento, artificioso, invita al viaje imaginativo, a la peregrinación teorética. Todas las santas mañanas, a las seis en punto, me levanto, camino entre penumbras hasta mi estantería y leo algún libro de fantasías, de esos que no están pautados, de esos que hay que pautar con el poder de la imaginación educada. Hoy leí un viejo periódico de Madrid, llamado `El Sol´, en el cual escribía José Ortega y Gasset. Leí un articulito llamado `Galápagos, el fin del mundo´, periodística síntesis orteguiana que trata indirectamente de las exigencias ineludibles para fabricar `scientifiction´. Una ficción es ingenua. Un explorador no tiene que viajar cien siglos en la vía del futuro para impresionar al lector que observa sus hazañas. Basta que el explorador narre lo que ve con inocencia para que empiece la ficción. «La luna de las noches no es la luna que vio el primer Adán», dice Borges. Luego, la luna de la ficción no será una lámpara de amor, no un farol, no un testigo de asesinatos, no una cimitarra, no un mundo nuevo: será un blanquísimo pedazo de piedra. La ficción, como en el `Imaginismo´ creado en Chicago en los albores del siglo XX (hablo de la revista `Poetry´), reduce la alegoría a la filología. ¿Qué efectos logra acto tal? Veamos. Para el lector corriente y común la alegoría es más real que la filología, «parcela» (retomo el término que J. Hessen usó en su obra epistemológica para hacernos sentir que la epistemología es algo fantástico, un espacio extraterrestre) ésta del saber perteneciente al mundo de la ciencia, que a su vez es ficción pura para el lector de la calle. Esbozo con riesgo y mucho ardor tales teorías, que me llevan a pensar en la «arqueología del saber» asentada en los libros de Michel Foucault. Toda arqueología, nadie lo duda, está hecha de objetos, ora lingüísticos, ora laborales. La `scientifiction´ necesita crear objetos fantásticos, o nombres fantásticos para objetos vulgares, o vulgaridades con virtudes fantásticas. Chesterton, teológico, hizo que sendos diamantes se llamasen `Las estrellas errantes´, y los medievales hicieron que las saetas fueran «víboras de la guerra», y algún árabe encasilló al Espíritu Santo en un burdo traste. ¿Más? El `Gordon Pym´ de Poe nos cuenta que el agua, en zonas lejanas a la civilización, parece «leche», parece que practica el funesto acto de vivir. Pero si carecemos de la inspiración de Poe podemos usar las ideas de Bachelard y remitirnos al manejo diestro de los cuatro elementos. En Marte, en el espacio sideral o en el centro de la Tierra (pienso en Bradbury, en Asimov y en Verne) los granos de arena pueden ser enormes y simular la esencia del ojo, el fuego puede ser una bailaora, el agua puede ser furia telúrica y los aires pueden ser «brumas estrelladas». Ya que hemos enarbolado un paisaje nuevo y objetos nuevos, tenemos que jugar con el tiempo. Podemos crear lugares en los cuales el tiempo pasa más rápido de lo normal, o al revés. Bertrand Russell ha dicho que no es capacidad humana la de discernir la substancia del pasado. No podemos saber, pensaba el inglés, si en los últimos cinco minutos alguien ha metido en nuestra cabeza todo lo que recordamos. Cervantes hizo que el Quijote se metiera en la Cueva de Montesinos, hizo, rememoro, que en unos cuantos minutos hechos hora el hidalgo viviera lo que se vive en varios días (Lenin decía que la Revolución hacía que la gente comprendiera en meses lo que un pueblo lánguido comprende en años). Calderón hizo que Segismundo olvidara su cuerdo pasado (hizo que volviera a escribir en el viento), y Carroll que un Caballero Blanco fuera soñado por Alicia, que era soñada por el Rey Rojo, todos soñados por Carroll, que ahora es soñado por nosotros, que compartimos el sueño de la vigilia, según la epistemología borgiana. Este método saltimbanqui hace que la `scientifiction´ sea agradable para niños y para adultos. Un poema de Unamuno, llamado `La oración del ateo´, dice: «Cuando tú de mi mente más te alejas,/ más recuerdo las plácidas consejas/ con que mi ama endulzóme noches tristes». La misión del ficcionista, si me toleran el bárbaro neologismo, consiste en alejar de la cabeza del lector toda regla gramatical, física, fenoménica, filosófica. Sin embargo, no podemos ser creíbles sin verosimilitud, quiero decir, en libertad total e irresponsable. Los comediantes antiguos, para no perderse en sátiras y en fantasías esgrimieron el recurso del coro, constante vigía y traedor del pasado. Mía es la opinión siguiente: la narrativa de ficciones está hecha de retruécanos y palabras mágicas (`abracadabra´, `japonecedades´), de objetos impensados, improbables pero sólidos (como los cielos de Swedenborg), de personajes que oscilan entre espesas horas y fluidos espacios, y de circunstancias intolerables que simulan ser cotidianas. Foto cortesía de Fotolia.
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