Cine. Con un grupúsculo de noctámbulos aficionados a los efectos que Baudelaire describió en un libro dedicado a los paraísos de la otra realidad llamada «sueño forzado» o hachís, discutí cuestiones referentes a la metafísica, a la literatura rusa y latinoamericana también. La ocurrencia y exceso tuve, lo admito, de citar poesías de memoria en donde en poco se tiene hacerlo y en donde vale más la improvisación. A una rusa le conté que contaba yo con unos tomos de Lenin impresos en la extinguida sólo materialmente Unión Soviética, y le dije que sabía la filosofía de Lenin casi de memoria, como Althusser. Ella respondió que tal estaba muy bien, pero que mejor era concentrarse más en los postulados psicológicos del pensador ruso y menos en sus dictatoriales consejos políticos. Improvisar, decían los demás, vale más que visualizar planes. Mi exordio se justifica porque deseo dilucidar sobre el tema de la creación. La creación tiene que ver más con el cuerpo que con la vida de la mente, si es que tal vida existe. Ya Spinoza, hace siglos, meditó sobre la complejidad del cuerpo, que tal vez es más inescrutable que la de la mente y que tal vez sea la verídica responsable de nuestras artes. ¿Qué es lo que realmente hace un creador? Como entre rusos y colombianos y argentinos me encontré se me ocurrió citar un verso de Guillermo Valencia que describe en pocos términos los muchos momentos en los cuales el creador siente que su vida llega a término: «Amando los detalles, odiar el universo, sacrificar un mundo para pulir un verso». Ahí, en tres palabras, podemos vislumbrar, que no descifrar, los secretos de la creación. «Amando los detalles» hemos dicho. Muchos creen que el creador empieza su obra con una imagen difusa que aclarando se va conforme el tiempo, escultor de verdades, va haciendo su trabajo de cincelador. Quien tal hace termina creando monstruos, como los humanos. ¿Con qué celo traza el creador sus líneas? La técnica hace los límites del arte. La destreza hace los límites del escritor. El buen manejo de la química de los colores hace que el pintor no se ahogue en colores turbios, como temían los posimpresionistas. Ayer, para enriquecer o aturdir con imágenes a mi grisáceo entendimiento, que más de memorias está hecho que de ingenio (me consuela saber que Huxley y que Borges decían lo mismo, pero me desconsuela tener que citarlos y tener que caer en un círculo vicioso o mesa redonda de virtuosos), me puse a escrutar con mi amada la película `Barton Fink´. Las novelas, las historias reducidas a los parámetros industriales del cine, se dividen en dos: en historias de aventuras y en historias de la mente, que hoy, no sé por qué, son las últimas motejadas con el nombre de «psicológicas». `Barton Fink´, o para sacar del mundo oficial al personaje quitando comillas, Barton Fink, es una historia hecha hombre o un hombre creador de su historia, uno que se gana el pan redactando obras de teatro y guiones de cine. Fink, de urdimbre sanguínea hebrea y de urdimbre estética griega, llega a Los Ángeles para perpetrar un guión tratante de lucha libre pero se bloquea, y no incuba, y no construye. Fink se veía retado por los empresarios de Capitol Pictures, que querían una historia de aventuras, no una psicológica, a la que malamente llaman «poesía». ¿Quiere una masa de hombres que se sienta frente a la pantalla de cine ver poesía dentro de un cuadrilátero? No. Roland Barthes ha dicho en un libro sobre sociología que la lucha libre es un espectáculo de máscaras (`catch´). Toda máscara es un símbolo hecho, y el escritor que escribe simbólicamente, exceptuando a los franceses, trabaja con cosas hechas, acabadas, quiero decir, que no construye ni va tejiendo o eligiendo las palabras una por una, va armando con retazos una gran tela, una tela que contiene texturas, estampados y raigambres para todos, sí, para la masa, para el gusto general, para el cine comercial. Fink, al verse exigido así, se paraliza, y busca el apoyo de un escritor que más bebe que escribe y que más dolor siente que plasma. El alcohólico resulta ser el dueño de una musa eterna, llamada «mujer». Capitol Pictures, dueño de la consciencia de Fink, le ha impuesto a Barton un tiempo límite para entregar su esbozo, pero Fink, contrario a Shakespeare, que elevaba la pluma con alas de necesidad, es decir, cuando le pedían argumentos, no logra inspirarse. Audrey Taylor, nombre humano de la musa citada, le explica a Fink la «química de las emociones» que Aristóteles enseñó en los viejos tiempos. Todos saben el formulismo para hacer películas, menos Fink. El formulismo consiste en crear un personaje desventurado que alcanza la ventura arrostrado aventuras gelatinosas, pegajosas y «sensibleras» que le digan al público lo siguiente: cualquiera puede elevarse en la sin barandales escala social. ¿Qué aprendemos de Barton Fink? Que el escritor escribe, mientras que el pensador se dedica a pensar, a jamás llevar sus pensamientos hasta la acción poética, o mejor dicho, hasta la escritura. Barton Fink, como Macedonio Fernández, se encierra en un hotel de `malemort´ para estar en silencio, pero un sujeto, de nombre Charlie Meadows, que vive en el cuarto anexo al de Fink, impide con su mucho ruido que el guionista logre concentrarse. ¿Lección? Jamás encontraremos las condiciones óptimas para la creación. ¿Existe algún lugar idóneo para escribir? Sí, y son las cimas o simas de la concentración. El tal Meadows se hace amigo de Fink y Fink reconoce en él, en Meadows, el objeto de su obra: el hombre de la calle (la voz continental de Walt Whitman), que siempre tiene historias que contar. ¿Lección segunda? No tenemos que contar grandes cosas para urdir buenas historias. La `proletkult´ es tan interesante como Hamlet. Ignorar lo antelado paraliza nuestra voluntad de creación. En el `Quijote´ un canónigo avispado en letras predica que los libros bien hechos llevan en sí mismos la verosimilitud y la imitación, pero Samuel Johnson, del mismo parecer de Coleridge, de Góngora, de Wordsworth, afirma que las personas en el teatro (u hoy en el cine) saben perfectamente que tienen que suspender voluntariamente su incredulidad para gozar de los artificios del artista. ¿Por qué Fink no podía simplemente escribir, complacer a Capitol Pictures y al cursi público de Capitol Pictures? Porque confundía el arte del artista con el arte del artesano. Nosotros, guionistas comerciales o periodistas, no somos artistas, pues no hablamos de lo enorme del alma, sino de la nimiedad del alma ante lo enorme, es decir, del hombre dentro de la metrópoli, por dar un ejemplo. Fink grita en una lúdica escena que él es un «creador», un «hacedor de estrellas» u Olaf Stapledon, un constructor de «mundos nuevos», como dijo Huidobro en su `Arte poética´. Error gravísimo. Los guionistas de la película que reseño en esta página sabedores son de su oficio, ya que lograron la agnición usando tres artificios: una caja misteriosa (como la oblonga de Poe), llamas que no se extinguen y que no extinguen la materia (como en los infiernos de la religión) y una pintura que después se hace realidad, y no al revés. Barton Fink es una película poética. Sí, lo que quiero decir es que la poesía, que fue anterior a la prosa, no es lineal, como lineal no es el argumento de Barton Fink, que como la roca en el mar resiste bailes, golpes, gritos y espumarajos de copiosas masas de agua. Todo escritor que quiera mantenerse en forma debe practicar una especie de gimnasia diaria. Como Montaigne, también creo que la imitación es útil para la formación artística, y por eso cito alto de Estanislao del Campo: «Si es hombre trabajador,/ ande quiera gana el pan,/ para eso con usté van/ bolas, lazo y maniador». Si usted es escritor donde quiera gana la credibilidad, para eso con usted van poesías, retórica e improvisación, o semántica, sintaxis y estilo. Si bien el acto creador no puede analizarse en sí mismo, sí se pueden analizar las condiciones que hacen posible un gran guión. El formulismo disgustaba al personaje Barton Fink, pero sin tal formulismo Barton Fink no hubiera existido.
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