En un bello aforismo Paul Valéry ha dejado sentenciado que sólo el hombre que sabe escribir con estilo escueto sabe en realidad adornar un estilo. Hay hombres que prefieren escribir floridamente, como Gracián. Hay hombres que prefieran escribir lacónicamente, como Quevedo. ¿Cuál de los dos estilos es mejor? En las ciencias se sabe muy bien que el instrumento no puede determinar al objeto de estudio, y se sabe, sí, que el objeto de estudio determina qué instrumento usar.
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Cuando escucho que dicen que en la comunicación de masas es mejor un estilo escueto simplemente me río. ¿O sea que voy a transmitir emociones fuertes con textos yermos? ¿O sea que voy a transmitir serenidad con textos tediosos? ¿Voy a tartamudear cuando me exigen cantar y voy cantar cuando me exigen recitar y recitaré, digo, cuando me piden silencio? En este momento tengo dos redactores en entrenamiento que afirman querer llegar al gran periodismo, al periodismo literario. ¿Qué están haciendo para lograrlo? Están leyendo a Neruda. Pablo Neruda, el gran poeta chileno, tiene un poema muy famoso que dice así: «Déjame que te hable también con tu silencio». Seríamos bastante necios tomando el verso al pie de la letra, es decir, tratando de entender la conclusión que da el último tercero. ¿Qué nos quiere decir Neruda cuando escribe «Déjame que te hable»? Nos está diciendo que debemos esperar para hablar, que debemos saber cuándo y cómo hablar. No es lo mismo avisar una muerte diciendo: «Pues que se nos muere», a avisarla así: «Nuestro amigo está con los que más quiere». En las ciencias del lenguaje hay una cosa que se llama «pragmática». El filósofo Wittgenstein sostenía que sólo podemos entender una proposición conociendo su uso (la vara se hace palanca usándola), y no analizándola como un ente aislado. ¿En dónde será leído nuestro periódico? ¿Es el tono financiero de Wall Street adecuado para lectores propietarios de pequeñas empresas? ¿Es el tono universal adecuado para lectores provincianos? ¿Es la reforma constante en el lenguaje útil para lectores conservadores? Creo que cuando tenemos mucho que decir en poco espacio conviene más el tono conceptista y casi barroco, y creo que cuando no tenemos qué decir y aún así llenar espacios conviene más el tono escueto, fluido, de `stacatto´. Pondré un ejemplo muy sencillo. Podemos leer los aburridos libros de Kant para entender su «imperativo categórico», para entender que todos nuestros actos deben ser ejemplares en todos lados y con todas las personas. ¿Es necesario manchar casi mil páginas para explicar una sola idea? Si la idea es muy compleja, sí. ¿Es justo para el lector únicamente leer una miserable cuartilla para entender la masacre en una ciudad? No, no lo es. Entonces olvidemos las fórmulas de la escritura moderna, llenas de pretensiones sintéticas. Cierta vez leí dos increíbles pensamientos que me hicieron razonar esto: vaya, uno puede tener grandes ideas sin tener que urdir enormes textos. Aquí el primero, que es de Chaucer: «Bueno es que el hombre se mantenga imparcial, pues topa de continuo con hombres al azar». Y aquí el segundo, que es de Quevedo: «Sean ministros los que hiciere huérfanos la justificación». La primera armazón de palabras enseña la mesura, y la segunda enseña que no importan los lazos de sangre cuando se cumplen los deberes. Chaucer apeló al viejo sentimiento del comerciante inglés, que se topaba con hombres de todas las cepas todos los días. Quevedo, por su parte, apeló al lenguaje del derecho y de las actas, que vive en el «inconsciente», es decir, en la cabeza de todo ciudadano. Freud psicoanalizaba a sus pacientes por medio del estudio de los «arquetipos», Chesterton planteaba acertijos teológicos echando mano de la Biblia, y los grandes líderes políticos y bélicos argumentan sus arengas recordando a los héroes de la vieja época. ¿Qué pasa cuando combinamos lo mitológico con lo poético o creativo? Nace lo pintoresco. Lo pintoresco es aquello que está vivo pero que nos recuerda lo pasado. Lo pintoresco es un presente, es decir, algo vivo pero también vivido. Pongamos un ejemplo, transcribamos un soneto de Quevedo bastante pintoresco y aprendamos de él cómo redactar cosas interesantes. Dice así: «Sólo en ti, Lesbia, vemos que ha perdido/ el adulterio la vergüenza al cielo, /pues que tan claramente y tan sin velo/ has los hidalgos huesos ofendido». Qué fácil fue para Quevedo hacer un verso eficaz, qué fácil fue apelar a la vieja mitología o historia y remitirse, también, a un tema siempre actual, llamado «infidelidad». Cuando sólo usamos palabras nuevas, tecnicismos o neologismos nuestros textos lucen infantiles, ingenuos, y además dejan de ser comprensibles con el paso de los años. A Neruda le gustaba Quevedo, y escribió el siguiente texto pintoresco: «Viviendo entre el océano y Quevedo, / es decir entre graves desmesuras». Neruda, como Quevedo, combinó el viejo nombre de «Quevedo» con el siempre actual océano. Pero hacer tales combinaciones exige maestría en el uso del lenguaje. No podemos decir que la tecnología es como una montaña (montañas de computadoras), que las máquinas son flores (pantallas coloridas como la rosa) o que las comunicaciones son versos (mensajes radiofónicos dulces para los oídos), pues sonaríamos inocentes, improvisados. La mala poesía está llena, decía Bachelard (`El agua y los sueños´, México, Fondo de Cultura Económica, 2005), de «metáforas comunes, fáciles, abundantes, que animan una poesía subalterna». Y luego, sigue: «Los poetas secundarios abusan de ellas. No nos costaría mucho acumular versos en los que jóvenes ondinas juegan infinitamente con imágenes muy viejas». Por ejemplo, hoy leí en `El país´ este titular: «El carpetazo a la trama corrupta de Unió arrincona a Duran Lleida». ¿Las tramas se encarpetan? Tal metáfora es común, y lo común o semánticamente trillado, es decir, lo acostumbrado, no se recuerda, como ha dicho Reverdy. ¿De qué está hecho lo viejo? De sensiblería. Lo sensiblero se teje con nostalgia, con frases trilladas, con metáforas comodinas y que caben o explican cualquier situación. ¿Qué pasa cuando el redactor no domina técnica alguna? Acude a la intimidación, a la hipérbole. «El más», «El primero», «El único», «El último», «El mejor», «El diferente», son todas formas chapuceras de argumentación. No tenemos que decir cosas nuevas para decir grandes cosas. Por ejemplo, Quevedo «todo lo salva, o casi, con la dignidad del lenguaje», según ha escrito Borges. Cualquiera puede decir «cornudo» u «orgullo engañado», pero no cualquiera «hidalgos huesos ofendidos». Cualquiera puede decir «temor a la ley» o «temor al oprobio», pero sólo Quevedo puede decir «vemos que ha perdido el adulterio la vergüenza al cielo». Querer o pensar que el lenguaje es «objetivo», compartido, es no saber nada del mismo. «El lenguaje no es un hecho científico, sino artístico; lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia», ha dicho el maestro Chesterton. Hoy en día los comunicadores profesionales pretenden que hay recetas y fórmulas para lograr transmitir un mensaje, pero yo pienso que no es así. El único modo, que no fórmula, para que un mensaje llegue adonde tiene que llegar es combinando encanto, gracia, técnica y energía. ¿Qué tiene de original decir «el alma, blanda y vaga»? Nada. Pero, ¿qué pasa cuando decimos «animula vagula blandula»? Pues pasa que sentimos en la chocante rima un sentimiento chocante, es decir, demasiado humano.
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