Es posible aprender a escribir leyendo teatro, textos de opereta y oyendo ópera. Con la ópera comprendemos que un texto común y corriente puede sonar maravilloso, con la opereta aprendemos que el sinsentido o la incoherencia es capaz de generar ideas y sentimientos sublimes, y con el teatro penetramos en los secretos de la redacción utilitaria. Shakespeare, como decía Borges, no escribía para que sus textos fueran analizados por Johnson o por cualquier otro crítico. Shakespeare escribía para que sus actores en `El Globo´ supieran bien qué hacer y cómo mudar de piel (Diderot). En el mundo de la comunicación de masas frecuentemente me topo con malos textos, con malos guiones, con malas historias contadas en aburrido tiempo lineal (`storyline´). ¿Por qué es tan difícil plasmar una historia, es decir, hacer que el presente hable del pasado con la emoción del futuro? ¿Por qué, como dicen los franceses, es tan difícil llevarse a la cama a la bella Literatura (acostar la página)? Creo que el problema anterior tiene sus raíces en algunas creencias funestas de la economía o arte de la tacañería. En todas las escuelas los profesores con experiencia laboral, o al menos los expertos prácticos, hablan constantemente de la utilidad, de la efectividad, de la capacidad de un texto o de un guión para lograr un objetivo. Pero, ¿quién ha dicho que lo inútil es menos efectivo que lo útil? Hay cosas útiles que no sirven para nada, y viceversa. Balzac hacía que la gente leyera sus historias sobre gente poco interesante hablando del dinero (ver el excelente trabajo de Ezra Pound sobre Henry Miller, de 1918), gigante que a todos nos emociona, aplasta o corrompe. Pensar que un texto claro y conciso es más efectivo que un texto con valores literarios (lo literario jamás ha sido poco conciso) es pensar que un Velázquez es menos bello o útil que una fotografía de Fernando Alonso. Sí, Fernando Alonso es más conocido por el masivo mundo, pero Velázquez es más profundo, más duradero. Sé que he hecho una mala comparación, pero la he hecho únicamente para mejorar la intelección del texto. ¿Cómo podemos evitar creer que lo útil y yermo es mejor que lo artístico y encantador? Yo, al menos, he visto que muchos redactores elevan su pluma exponiéndose al teatro. A ver, no confundamos la palabra «criterio» con la palabra «griterío». Satisfacer a las masas no significa que le hemos hecho un bien a las masas. ¿Cómo sabemos que los aplausos prematuros no pretenden que nos callemos ya, ya? Hay quienes pagan para que la marimba o el músico callejero se calle de inmediato. Pero sigamos. La estandarización de las palabras en el nuevo mundo de los símbolos ha provocado que las palabras, es decir, que las ideas y los conceptos se confundan, que se fundan entre ellos mismos. Quien habla de la «forma» y del «fondo» como de dos cosas distintas simplemente vive en la Edad Media. Hace mucho, mucho tiempo, tales dualidades se han ido al bote de la basura. Ya no hay, y menos en el mundo de la comunicación de masas, esencias y existencias (mensaje y medio), necesidades y contingencias (estilo y tonos). Lo que hay es durabilidad y espontaneidad (continuidad y aparición, según la filosofía de `El ser y la nada´, de Sartre). Sólo podemos pensar bien lo que podemos decir bien, y ser los dueños de un «buen decir» equivale a ser los dueños de una pluma elocuente. Atención: ¡que en el mundo de la redacción propagandística las manos sean dirigidas por la boca, por los músculos de la boca y no por el cerebro! El cerebro, por razones bien conocidas, todo lo racionaliza, o mejor dicho, todo lo raciona, analiza, fragmenta, parte, escinde, etcétera. Hablar analítica o fragmentariamente es hablar tartamudamente. Como he dicho, lo que hoy hace falta es «continuidad», consistencia, tensión, síntesis. Una excelente práctica para mejorar nuestra pluma es la enunciación de poesía en voz alta todos los días. Yo, día a día, leo poesía en voz alta durante una hora y media. ¿Qué he ganado haciéndolo? Tres cosas: un poco de seguridad, regulares recursos sintácticos y mucho tono. Con la poesía he aprendido que no tengo que someter mis contenidos a los efectos, ni viceversa. Muchos guionistas de radio y televisión someten sus ideas a los límites de la técnica. ¿Resultado? Monstruos sonoros, visuales o audiovisuales. ¿Que cómo sé que una película es mala? Pues me pongo afuera de alguna sala de cine, y sin ver las escenas puedo determinar si el guionista ha hecho bien su trabajo midiendo la cantidad de estruendos que se escupen por las bocinas. Un mal guionista carece de las palabras adecuadas para expresarse, y por eso recurre a los sonidos, a las quejas, a los gritos, a las explosiones, a los motores, a las balas, en fin, a todo lo que nos impacta más por su sonoridad que por su realidad existente. Un buen creador de contenidos o de historias se interesa en crear grandes personajes, personajes capaces de representar grandes argumentos, argumentos capaces de transmitir grandes mensajes. Samuel Butler, novelista victoriano y meditador ha dicho que los personajes de la ficción viven en la memoria con la misma fuerza con la que viven los muertos que recordamos. Poco me importa la «resolución» de una pantalla, poco el nuevo motor de un Ferrari, motor que suena fantástico. Lo que me importa es ver a un Yago, a un Hamlet, a un Mefistóteles o alguna opereta de Offenbach que me haga imaginar en alta resolución y que me haga oír cosas formidables. Los medios de comunicación, bien entendidos, son «medios», no fines. Una película sirve para que el público «acabe» de imaginar lo que ha imaginado borrosa y lejanamente, no para aturdir. Siempre he exigido a mis redactores en entrenamiento y a mis alumnos que escriban fundamentándose en una obra de arte. Ayer, por ejemplo, mi estimada Karen escribió un texto sobre las encuestas, y lo hizo basándose en un poema de Lope de Vega. Cuando comparamos un viejo texto suyo «sacado de la manga» con el texto apoyado en Lope, descubrimos que el segundo tenía «consistencia», «tono», es decir, una estructura probada y aprobada por los siglos (Schopenhauer decía que sólo leyéramos libros con más de cien años de experiencia laboral en el mercado de los espíritus). ¿Qué pasa cuando creamos desde la nada? Pues creamos cosas burdas, primigenias, «primitivas», groseras, balbucientes. He dicho que la boca debe estar unida a las manos, lo cual quiere decir que el sonido debe estar unido a la tipografía. Un gran texto suena bien, suena «armónico», si me permiten usar una pésima palabra extraída de la crítica de arte. Para que nuestros textos no suenen a «línea de producción» o cacofónicos tenemos que acostumbrar a nuestro oído a relajarse, a soltarse, a buscar primero lo bello y luego lo sistemático. La música, ha escrito Karl Kraus, sirve para «relajar el espasmo de la vida». Pero si mis lectores no soportan la música clásica pueden adoptar o adaptarse a la «opereta», arte satírico que combina la música con el canto. Después de acostumbrarnos a leer teatro y a oír operetas comprendemos que los medios de comunicación exigen textos que sean útiles y bellos. ¿Podemos expresar de otra «forma» el siguiente «contenido»? «Pienso yo/ una cosa desta seta. ¿No habéis visto un buñolero/ en el aceite abrazando/ pedazos de masa echando/ hasta llenarse el caldero? ¿Que unos le salen hinchados/, otros tuertos y mal hechos, / ya zurdos y ya derechos, /ya fritos y ya quemados?». Lope de Vega, en su `Fuenteovejuna´, ha hecho una crítica de los poetas diciéndonos que son como «buñoleros» que echan sus ideas al «caldero del papel», ideas que a veces salen comunistas o izquierdistas, derechistas o capitalistas, ególatras, miopes y demás. ¿Hay una división entre la forma y el fondo en los versos mentados? No. ¿Ha dicho algo Lope que no tenga función alguna en el párrafo? No, todo sirve. Y lo mismo pasa en `Los cuentos de Hoffmann´ o en Hamlet. Insisto: leyendo o apreciando teatro u opereta evitamos los recursos psicológicos, recursos que nadie entiende, pues los cuerpos son similares, pero no las psicologías. El exceso de técnicas o de «efectos especiales» que ya nada tienen de especiales delata carencia de talento. El mal cocinero sirve su sopa muy caliente para disimular el mal sabor, así como el chef incompetente adorna en demasía sus platillos para embelesar los ojos y distraer al paladar («la orquesta siempre acababa tapando triunfalmente las tonterías», dice Kraus). Hemos caído en la horrible ocurrencia (porque no es una creencia firme todavía, gracias a los astros… del guionismo) de decir que los textos literarios no sirven para producir buenas películas o buenos contenidos. Hemos hecho que la gente prefiera las secuencias lineales a las digresiones ondulantes, y así hemos limitado nuestra labor creadora a la mera y pueril tarea del escribano, que sólo transcribía ideas ajenas. Hacia inicios del siglo XX el pensador y economista Veblen hizo la siguiente pregunta: ¿por qué los judíos son talentosos en Europa? A lo que respondió: porque manejan una cultura distinta a la europea, cosa que les permite innovar sin miedos ni prejuicios. ¿Podemos innovar en el mundo de la comunicación de masas leyendo sólo los libros de Eco, Lasswell o Chomsky? Tal vez, tal vez si tenemos el talento de Lope. Pensemos con el lenguaje escrito, con un lenguaje articulado capaz de convertirse en códigos descifrables o en imágenes compartidas, pues de lo contrario, pues si pretendemos volver a la era de las cavernas y trasformar desde la nada nuestras representaciones y emociones, no lograremos entender que «en el drama en verso la vida y la muerte transcurren al paso de danza que es pensar con el lenguaje», según ha escrito Kraus en `Die Fackel´.
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