Salí de mi casa en busca de una idea. Me subí a mi automóvil viejo y éste no quería encender. Encendí, entonces, un cigarrillo y vi que la vecina salía de su casa con una linda minifalda. Evité mirarla para que mis instintos no nublaran mis ideas, o mejor todavía, para que no se nublaran las ideas que estaban por venir en el porvenir. Insistí y mi viejo auto encendió. Bajé a toda velocidad por la calle principal hasta llegar a la vinatería. Pedí un mal francés en mal francés, pero el encargado del lugar comprendió que buscaba ideas, y que las buscaba haciendo lo que fuera. Pagué y agregué a mi cuenta un par de paquetes de papas fritas. Salí y llegué a mi automóvil y me pregunté: ¿por qué las ideas siempre llegan tarde? Maldición, si las ideas fueran puntuales todos la pasaríamos mejor. Giré mi volante con decisión y volví a las avenidas. Medio tanque de combustible tenía que ser suficiente para encontrar alguna idea. Y pasaron las horas y pasó el sol de la mañana, que no coloreaba con fuerza. Pasó la hora del desayuno y no desayuné, pero sí bebí un poco de vino. Me llamaron diez veces de la agencia publicitaria, pero no respondí el teléfono. Seguí conduciendo en busca de mi idea. ¿Qué me importaba no tener ideas? ¿Me importaba el cliente? No. ¿Me importaba quedar bien con la muchacha que atendía los asuntos del cliente? No. Me importaba a mí mismo, y nadie más. Llegué a casa de mi antigua novia y le pedí algo de desayunar. Me contó que estaba leyendo a Freud y hablamos un poco sobre las zonas erógenas del mundo. Comí un trío de huevos revueltos y me acosté. El vino empezaba a marearme y mareado nadie puede ver puertos, ni metas, ni ideas. Sonó el despertador y descubrí que la media hora que había dormido se había disfrazado de cuatro horas. Revisé mi teléfono y observé diez llamadas perdidas más. Me dije: «Estás en problemas, amigo». Me volví a recostar. Llegó la noche. Llegó la media noche entera, irónicamente. Llegó la madrugada… La casa de mi antigua novia estaba vacía y me vi en la oscuridad. Busqué papel y pluma y me puse a escribir cualquier cosa. A veces, a veces escribiendo nacen las ideas. Nada. Sin vino, sin mujer y probablemente sin empleo, decidí conducir. Me restaba un cuarto de tanque. ¿Qué puede hacer un hombre sin combustible, sin ideas, sin sexo para justificar la existencia de Freud y sin ánimo? «Puede modificar la tradición», me dije. Con esa respuesta estúpida conduje media hora más y hasta llegar a mi guarida. Me lancé al sillón y encendí el televisor. Un viejo locutor repetía viejas ideas con los tonos y chistes de siempre. Me dormí. Al despertar vi que en mi mesita supletoria de amigos había una nota que decía: «Si me quieres encontrar, sé un buen hombre». ¿Quién había escrito eso? No lo sé. Pero ser un buen hombre no es mala idea. Me bañé, me vestí, me afeité y me fui a trabajar. Todos se portaron bien conmigo en la oficina y con paciencia esperaron mis ideas. Escribí, escribí mucho y por fin me brotó un buen texto. Fui un buen hombre y la señora inspiración me pagó con intereses. Esta es la verdadera, única y gran historia de las ideas. Buen día, Comunidad Roastbrief.
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