Caos. Estamos envueltos en elecciones, en eventos deportivos y en crisis financieras. Leemos El Economista y nos enteramos de que los constructores en Arizona están muy preocupados por la carente mano de obra. Esta carencia nos hace pensar en los migrantes y en los movimientos sociales. Miles de hombres parten de su país porque no encuentran oportunidades y miles de familias se quedan sin padre. Miles de niños, a su vez, adolecen de la imagen paterna y una «adolescencia» sin imagen paternal produce dilemas psicológicos. Los problemas psicológicos se manifiestan en la conducta laboral, sentimental y científica. Los jóvenes, al crecer, buscan en las empresas un sustituto paterno. Hombres e instituciones, como podemos ver, están juntos y viven de la mano. Es necesario que aprendamos a observar las costumbres de la sociedad si queremos tener mejores empresas. Leyendo Vanity Fair nos enteramos de las opiniones de Krugman, el economista laureado con el Nobel. Krugman dice que los españoles no perciben que Rajoy haga grandes cosas. Krugman sostiene que Rajoy no tiene un plan para sacar a España de la crisis. Pero los españoles, hoy, deben estar contentos, tienen que estar contentos, pues les va bien en los deportes. Los deportes producen orgullo nacional, tan necesario en época de crisis. En tiempo de crisis los libros de Covey se venden bien. Covey da buenos consejos. Los consejos de Covey alientan la perfección y el profesionalismo. Nadie sospechaba que una crisis aumentaría la venta de libros motivacionales. El primer consejo de Covey para ser mejores consiste en practicar la proactividad. Ser proactivos significa que no somos reaccionarios y que no esperamos a que nos den una orden para actuar. La visión, la anticipación y la evaluación de las condiciones empresariales son virtudes que sirven para que las corporaciones se adelanten al futuro, es decir, para que las marcas generen ideas y productos novedosos. Bendita crisis, madre de la creatividad. Después se nos aconseja ponernos objetivos, objetivos que sean asequibles. Sin objetivos o sin patrones, no podemos mejorar. Además, Covey nos invita a mejorar nuestra administración personal. Administrar bien nuestro tiempo, nuestro talento y nuestros ahorros provoca certidumbre, y la certidumbre es la semilla de las inversiones. También tenemos que aprender a negociar para que todos ganen, para fomentar el famoso ganar-ganar. Pero para que yo gane y para que tú ganes, es imperioso comprendernos, saber observarnos, saber sentir las necesidades de los demás. Colocarnos en los pies de los demás nos ayuda a ser más efectivos y eficaces, más éticos y más veloces. Oír más y hablar menos, he ahí la fórmula para comprender al prójimo. La verdad es que no tendríamos por qué esperar una crisis para hacer todo lo anterior, pero el ser humano, aparentemente, trabaja mejor bajo los influjos de la presión y de las prisas. Mala costumbre. Los profesionales tienen que buscar la sinergía, la armonía, y ésta se alcanza cuando tenemos planes claros y cuando damos órdenes claras. Y para ser claros tenemos que promover el buen uso del lenguaje. Cuando nos equivocamos al enviar instrucciones, mandatos o requisiciones, desperdiciamos recursos, tiempo y buen humor. Hacer las cosas bien y a la primera es un arte complejo, pero no imposible. Existen diversas categorías mentales que sirven para mejorar nuestro rendimiento. La primera trata de los desperdicios. La cultura del reciclaje ayuda mucho. La segunda habla de los procesos. Cuando las empresas cuentan con manuales operativos flexibles y basados en la experiencia, las empresas producen más y mejor. La tercera habla de las pruebas y de los experimentos. La calidad total yace en el riesgo, en la innovación. El que no innova no muere, pero sí se hace obsoleto y aburrido. Además, tenemos que invertir en equipo de vanguardia, en tecnología. La tecnología centuplica la velocidad, pero sólo lo hace cuando sus usuarios saben cómo funciona dicha tecnología. Esto nos lleva hasta la capacitación constante. Sin capacitar y sin motivar, los hombres se transforman en meros inspectores, cuando deberían de ser constructores. Una buena manera de evitar desperdicios consiste en conocer pulcramente al mercado. Thornstein Bunde Veblen, un economista clásico, nos ayuda en esta labor. Este duro y mordaz economista hablaba del «consumo conspicuo». Resulta que la gente busca gastar en cosas inútiles, en símbolos. Tales gastos sirven para reforzar nuestro rol social. Unas zapatillas caras nos dicen que la portadora de tales zapatillas no puede hacer trabajos pesados, que no puede caminar mucho y que es mantenida por un magnate. Quien no puede trabajar o caminar de más es adinerado, es burgués. Los relojes de oro para caballero o unas largas uñas nos dicen que las personas que cargan dichas uñas o dichos relojes no son aptas para fregar, y quien no friega pertenece a la clase alta, dice Veblen. Un bronceado en invierno significa que podemos viajar en diciembre hasta alguna isla exótica, significa que no tenemos horarios, pues somos adinerados. Pero para la clase media se han inventado los «estudios solares». Todas estas conductas nos ayudan a comprender mejor a los clientes, y comprender, decía Covey, es un ingrediente para el éxito. Veblen, después, nos habla de ciertas «actividades inútiles». La gente de la clase alta se dedica a actividades improductivas, dice nuestro autor, para demostrar su posición. La religión, el deporte, la guerra o el gobierno son actividades inútiles, afirma Veblen. Al saber lo anterior, sabemos cómo argumentar mejor nuestra publicidad. Los detergentes, por ejemplo, «expulsan» la mugre, pero no la «destruyen». Expulsar, sacar y excluir son ideas que le gustan a la clase media que busca ascender, clase que no quiere «incluir» a los otros. Ahora pensemos en los juguetes. Mientras una niña de la clase alta juega con rizadores, una niña de la clase baja juega con hornitos de juguete. La elección del juguete casi siempre es inconsciente y casi siempre está relacionada con la clase social a la que pertenecemos, dice Roland Barthes. Por ejemplo, los niños acaudalados gozan con cuatrimotos, en tanto que los niños con menos dinero gozan con camiones de plástico. Todas estas costumbres tienen su origen en la historia, ramo del saber humano utilísimo para penetrar en la psicología humana. Los líderes de las tribus o los sacerdotes en Grecia tenían que ser fuertes, deportivos, erguidos. La necesidad de proyectar nuestro liderazgo o nuestro abolengo se satisface consumiendo productos como la ropa cara, la comida exótica y los autos con cofres largos y estorbosos. Los griegos creían que cuando un niño nacía era necesario eliminar cualquier nudo del lugar y no cruzar piernas y brazos. Los nudos representan problemas, así como los nudos morales generan malos entendidos. Tal vez a partir de esta costumbre podemos entender por qué las clases altas son menos moralistas en esencia, aunque no en apariencia. No olvidemos que la clase alta busca justificar su posición echando mano de la historia y de la religión. Alejandro Magno creía ser hijo de dioses, e Hiro-Hito, también. Y la vieja aristocracia creía tener sangre azul («sangre heroica y azul, sangre de hispanos», dice un poema de Ricardo León). La religión, dijo Frazer, busca explicaciones nuevas para mantener los usos y las costumbres de antaño. Toda esta meditación histórica y económica sirve para que las corporaciones entiendan qué pasa en los mercados. Cerremos con un verso de la Ilíada que ilustra muy bien el sentir que la clase media experimenta al ver a la clase alta (IL., I, 180): «Tu intrepidez no es mérito, sino divina gracia». Buen día, Comunidad Roastbrief.
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