Escuchar, nada más difícil que escuchar. Para escuchar al prójimo más difícil, uno que se hace llamar «cliente», hace falta tener una paciencia infinita y una capacidad de actuación magnánima. Para oír con atención, que no es otra cosa que descodificar al interlocutor, requerimos predisposición, determinación y voluntad. Un experto en el oído visual fue Gadamer («y escucho con mis ojos a los muertos», dice Quevedo). Este maestro aconseja siempre preguntarnos lo que sigue: ¿El otro tendrá la razón? Pareciera que plantearse esta pregunta es fácil, pero es complicado, muy complicado. ¿Por qué? Porque instintivamente nuestro aparato nervioso e intelectual busca la imposición. Y estos instintos sirven para defendernos, para estar en guardia. Para escuchar con atención es imperioso aprender cinésica y proxémica. La proxémica estudia las distancias que hay entre las personas, y la cinésica estudia los gestos humanos. Traducido en buen castellano, la proxémica se encarga de analizar los movimientos o coqueteos del cuerpo, en tanto que la cinésica escruta los gestuarios. Para evitar que en una reunión se construyan «bandos», «equipos» o «enemigos» (agencia-cliente, diseñadores-redactores, gerentes-inspectores), procuremos que nuestro equipo creativo esté salpicado, disperso en la sala de juntas. Dejar dos o tres sillas de distancia entre nosotros para que el cliente se vea en la necesidad de dispersarse o de sentarse aquí y allá, ayuda a generar confianza e integración en la junta. Cuando una mesa impide que metamos las piernas debajo de ella, forzosamente tenemos que colocarnos de perfil, y sentarse perfiladamente diluye las posturas impositivas o retadoras. Las sillas, por su lado, tienen que impedir la rectitud. El cerebro, al registrar posiciones erectas, se predispone para atacar, para vigilar. Tener sillones en vez de sillas, mejorará las actitudes de todos. En el estudio de los gestos, como en el estudio del Catch (ver Roland Barthes), lo que importa es la imitación de los rostros ajenos. Siguiendo las teorías de Barthes y del buen Poe, al imitar un rostro comprendemos los sentimientos de lo imitado. Aguzar nuestra sensibilidad, observar los rostros de los clientes y ponernos en sus pies, mejora mucho nuestro discurso. No tenemos que ser carismáticos, pero sí concretos. Y sólo podemos ser concretos cuando tenemos objetivos claros y compartidos. Las luces, en la sala de juntas, tienen que estar ocultas, escondidas, tienen que simular la luz del sol, tienen que confundir y hacer creer que es de día cuando ya es de noche (por la mañana somos críticos, por la tarde somos amables, y por la noche, complacientes, dicen los estrategas bélicos y dicen los redactores políticos). Sigamos. Al hablar, las personas siguen ciertos patrones conductuales y ciertos credos. Cuando un hombre termina sus frases con un «si Dios quiere» o con un «primero Dios», significa que experimenta un sentimiento religioso, lo cual nos indica que tenemos que argumentar metafísicamente y sin tantos rodeos lógicos (para un creyente la certeza se parece a la soberbia). Si nuestro interlocutor dice que «siente que está bien la idea», que «algo le huele mal en el proyecto» o que «no le saben bien los resultados de la investigación», nuestro interlocutor busca intimidad, busca un trato amistoso, pues apela a los sentidos de lo cercano (olfato, tacto y gusto). Si nuestro cliente enjuicia sistemáticamente, si dice «bueno», «malo», «correcto» o «incorrecto», nuestro receptor es moralista y exige, sin saberlo, argumentos éticos, morales. En fin, que hacer de lo escuchado algo oído y de lo oído algo comprendido, es todo un arte. Buen fin de semana, Comunidad Roastbrief.
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