Tengo treinta y un años y todavía recuerdo bien la primera vez que ingresé a una agencia de publicidad grande. Todos, ahí, parecían tan seguros, tan poderosos, tan sabiondos, tan expertos. La gente entraba y salía de las oficinas. El director creativo, viendo mi trémula cara, me pidió que estuviera en paz, pues todo iba a salir bien. Primero me presentaron con el equipo de producción. Señores amplios de cuerpo y de cerebro enchufaban y desenchufaban cables, fumaban y bebían, hablaban por teléfono e intercambiaban frases en inglés y en alemán. Uno de ellos, al verme tan joven, se aprovechó de la situación, y me dijo que moriría de la alegría si en ése mismo momento le redactaba un texto para un guión de radio. Lo hice (todo consiste en estar dispuestos, dijo el Hamlet shakespiriano). El director creativo me dejó con estos señores y los señores me facilitaron papel y lápiz. Saqué mi computadora para concentrarme. A los diez minutos, el jefe de producción me exigió algo, lo que fuera. Le entregué mis garabatos (le expliqué mi técnica literaria, llamada perisología), los miró, frunció el ceño, y con la «arruga olímpica de su entrecejo», como dijo Rubén Darío, me felicitó. Me dejaron salir de su habitáculo. Busqué al director creativo por todos lados y nada, nada. Asomé mi cabeza en los departamentos de arte, de redacción, de planeación, de cuentas, de tráfico, de finanzas, de nuevos negocios y nada, nada. El muy astuto, al parecer, quería jugarme una broma. Dejarme solo en la jungla de la publicidad, es en sobremanera peligroso. Me dirigí hacia una bella ejecutiva de cuentas, la cual, con su roja cabellera, me mareó con argumentos estadísticos, aritméticos, económicos y mercantiles. Yo, para quedar bien, asentía y sentía que el mundo giraba más rápido que mi cabeza. La ejecutiva me invitó un cigarrillo, es decir, el placer perfecto, según un libro de O. Wilde. Salimos a fumar. Ella me enseñó el lounge creativo y la zona en la que asaban carnes e ideas, eslóganes y conceptos, salchichas y racionales. Me sentí feliz, pues en estos sitios trabajaría, arduamente, para hacer que las marcas salieran adelante. Después de fumar, retornamos a la agencia. Por el pasillo principal andaban decenas de hombres y de mujeres elegantes. Creo que eran clientes o posibles clientes. Sentí, de pronto, que una pesada mano se recargaba en mi cuello: era el director creativo. Éste se había ido, dijo, por unos tacos «a la vuelta». Por fin, me presentaron oficialmente. Entré con cara de palo y de autosuficiencia al departamento creativo o de redacción. Cientos de libros de literatura y flamantes mamotretos filológicos, hacían del lugar una metrópoli, una llena de rascacielos del saber. Primero, me presentaron al señor H, el jefe de proyectos. Este señor H, de aproximadamente treinta años de edad, era un experto en Mass Media, y sabía datos que ni el mismo Dios podría saber. Ratings, afinidades, retornos de inversión, conceptos creativos y técnicas literarias, formaban parte de su acervo cultural. Luego, me colocaron frente al señor JCH. El señor JCH, licenciado en letras hispánicas, profesional de la poesía, de la semiótica y de la música, me sonrió y me invitó a sentarme. Ahí estaba mi lugar, un lugar fresco, airado, soleado, amplio y listo para aposentar mi escaso pero creativo trasero. Después, me señalaron al señor A, un poeta urbano muy hábil para redactar con métricas castellanas o italianas. De él aprendí el gusto por Ginsberg. Me senté, y en menos de cinco minutos, tenía la orden de redactar veinte spots de radio y tres para la televisión. Como llegué ostentando el título de Senior Copywriter, es decir, de avezado en ardides del convencimiento, fragüé mi labor con velocidad. Llegó la hora de comer y yo no conocía ningún buen lugar para saciar mi apetito. Deambulé por la nueva ciudad y llegué hasta una fonda, una fonda atendida por una bella norteña (afinidades electivas, dijera Goethe). La norteña me habló en vernáculo y yo le hablé en mi dialecto comunicacional. En fin, que la carne que pedí casi no era carne y jamás pude hacer que apagaran el ventilador, que no era otra cosa que un viejo cacharro oxidado que calentaba el ambiente con los grados escupidos por su motor averiado. Terminé de comer y me acosté, sólo un rato, en el lounge creativo. Estaba vacío. Ni una idea en el aire. Saqué mi libro de Carpentier y luego leí un poco de poesía. Tenía que mantener afinada mi pluma. Sin tocar para avisar, una mujer de «ademán brioso», entró. Era la rubia y espléndida recepcionista. La dama portaba una revista barata en las manos, una revista con fotografías de mujeres físicamente inferiores a ella. Al verme sonrió y me saludó con un enorme beso. Le conté mi procedencia étnica, mis deseos políticos, mis expectativas históricas, mi experiencia laboral, el fundamento de mi aguileño tatuaje y mis gustos sexuales, los cuales, casualmente, ella poseía. Después de media hora de parloteo nos llamaron para que entráramos, como borregos, a la sala de juntas. En la sala yacían sendos premios, premios para la efectividad, para la creatividad, para la innovación y para la responsabilidad social. Teníamos, según los dimes y diretes del brief, que hacer una campaña que destrozara a ciertos y a cientos de supermercados. No sabía si abrir o no la boca. Al final, como buen romano, la abrí, y la abrí para soltar vituperios contra el capitalismo y para explicar la conducta de los compradores desde una postura marginalista. Nadie entendió nada y mi opinión sólo fue tomada en cuenta por el presidente de la agencia. Salimos de la junta y el presidente acentuó mi talento para la estrategia con azuzados comentarios. Y pasaron los días, los meses, los bimestres, los espacios, las ciudades y los clientes. Mi labor creativa se multiplicó, y me convertí en planner, en investigador de mercados, en sociólogo y en pregonero de las juntas. Todo parecía indicar que en el futuro sería consultor de marketing. En fin, que después de haber trabajado en seis o siete agencias, me he transmutado en un guía intelectual para las empresas. He terminado. Sólo quise compartir mi experiencia. Saludos, Comunidad Roastbrief.
Comentarios