Es bien sabido que en México (y me atrevería a decir que en el mundo) todos, por lo menos los hombres y algunas mujeres, somos directores técnicos. Sabemos qué alineación es la ganadora y qué es lo que hay que hacer para que nuestro equipo sea campeón. Pero hay algo que es muy curioso. Algo más que compartimos y ahí sí no es necesario ser hombre ni mujer, joven ni viejo. Todos somos publicistas. Sí. Todos. Los que cobramos por hacerlo y los que no. Por ejemplo. Cada que voy a visitar a mi mamá, me cuenta un sin fin de ideas para comerciales que se le han ocurrido. Desde marcas específicas que yo manejo o he manejado, hasta algunas ideas flexibles o modulares que pueden ser usadas para distintos productos, según la necesidad. Como un stock. Incluso hasta se propone como actriz. Cuando veo la tele con amigos, todos se vuelven jurados y de los buenos. Cannes se queda corto en exigencia. Que si el comercial es malísimo. Que si ellos lo hubieran hecho con Fergie en lugar de usar a Anahí. Que si se tomara toda la cerveza y luego eructara el abecedario la idea estaría mejor. Y ni se diga en el Super Bowl. El evento más visto no sólo por el juego, sino por los comerciales. Ahí es cuando la perfección publicitaria se apodera de todos y empiezan a decir que el del duende está buenísimo, el del fin del mundo, el de los vampiros, el del gato enterrado, todos tienen una opinión distinta, pero con algo en común. Cualquiera de los ahí presentes lo harían mejor. Y como tú eres el “que sabe”, te lo dicen a ti y entonces tú les das tu opinión y ahí empiezan a preguntarte qué has hecho, cuál de tus comerciales está en el medio tiempo del partido y demás preguntas para las que tu única respuesta es: “Los míos son otros”. Y es que los tuyos no los han comprado, están en el cajón de “anuncios en coma”, los están produciendo o simplemente no son tan mencionados. Y empiezas a pensar en lo que pasaría si fuera al revés y que pudieras preguntarle a tu amigo el ingeniero agrónomo cuál fue su última aportación a la agricultura en el país o a tu prima la arquitecta qué gran edificio terminó la semana pasada. Y así al tío médico la última gran vacuna que inventó o al maestro cuántos nuevos métodos de aprendizaje implementó en la escuela que trabaja. Y te sigues hasta con tu papá el militar preguntándole cuántas guerras ganó el último año. Así te podrías desahogar y desquitar de todos los que alguna vez te hicieron sentir el más inútil y el más frustrado del mundo. Y nunca va a faltar en la comida familiar la tía que ame el de los bebés en pañales que dan el estado del tiempo o el del perro que habla o el de los que chiflan o cualquier otro que no hiciste tú y que no harías. Y que si lo hicieras, por supuesto que no lo mencionarías ni mucho menos lo presumirías en una comida familiar. Así es nuestra vida. 12 horas en la agencia para que nadie, incluso tú, entienda qué haces ahí todo ese tiempo. Pero no todo es tan malo. De vez en cuando vendes esa campaña que te gusta y que nadie, ni cliente, ni cuentas, ni tu jefe le cambiaron nada. La produces y la ves en la tele o en el radio o en la calle o en Youtube o donde sea. Y luego resulta que se ganó un premio y otro y otro. Y así con otra campañita de BTL y de pronto un campañón de tele. Y llegas a la comida familiar o al Super Bowl y ahora sí tienes de qué hablar y qué presumir. Y toda la plática se centra en cómo fue el proceso y cómo vendiste la idea y la reacción del director general y entonces es tu momento y nadie lo haría mejor. Y sales de ahí dándote cuenta que no estás tan mal y que vale la pena el encierro diario. Pero ojo, porque al final ni eres tan malo, ni eres tan bueno y si algo pasa en la publicidad, es que es de rachas y de oportunidades y, por lo mismo tienes que recordar que aunque tu anuncio esté increíble, haya ganado premios y te sientas el más orgulloso del mundo, nadie le gana a una historia con un bebé, con un cachorro o con un chiflidito.
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