Querido, dilecto, estructurado, pícaro, fundamentado y amigable lector, te ofrezco, en este humilde y zozobrado artículo, una pequeña lista denotada sobre los consejos que tienes que seguir si quieres comunicarte o hacer publicidad efectiva en dos de los medios de comunicación más poderosos que existen. Estos medios, son las Relaciones Públicas y la Radio. Para llamar tu atención, para fustigar tu bicorne intelecto y para vencer al ruido, he titulado este trabajo usando tres palabras que empiezan con la letra «r». Te hablaré un poco sobre mi experiencia como redactor de guiones para empresas como Femsa, Subaru, HEB y Ofix, así como para algunos gobiernos estatales en nuestro espartano México. En tanto que explico las técnicas que cualquier redactor en entrenamiento sabe aplicar, iré ilustrando cada paso y cada tema con ejemplos robustos y nacidos de la gran literatura, área de la cultura humana importantísima para que seamos hombres de verdad. El mayor reto del hombre sabio, es persuadir a los demás sobre su sabiduría. Mientras que los griegos se ganaban la opinión pública a través de golpizas e imposiciones jurídicas, los árabes ya practicaban el arte de convencer por las buenas. Cuando uno viaja a Turquía o a Líbano o a Israel y conoce a los ancianos, casi todos barbados y místicos retóricos, uno se entera de lo que sigue: para lograr la sabiduría, requerimos de las habilidades animales. Hay que ser bravos como el gallo, audaces como el león, fuertes como el jabalí, meditabundos como la grulla, prudentes como el cuervo, impetuosos como el lobo, astutos como el zorro y constantes como el camello. Un experto en comunicación de masas, reúne en sí mismo todas estas cualidades. Saber cuándo atacar y cuándo podríamos sufrir el efecto «bumerán», es la mayor de las gracias del que se dedica a lanzar mensajes. La actividad diaria del «emisor» (al que dejaré de entrecomillar para no cansarme), como se denomina en la Teoría de la Comunicación al que habla, va más allá de repetir lo que sucede con una empresa o con una sociedad. Hay que tener ideas y además, plasmarlas. O como dicen los franceses, hay que saber «acostar las páginas». Y para acostar las páginas, tenemos que saber escribir. Desafortunadamente, en el mundo de la publicidad la mayoría de los directores creativos, que por cierto son más los que dirigen que los dirigidos en las agencias, no saben escribir con corrección. Por ejemplo, en vez de la oración anterior, iba a escribir «no saben escribir correctamente». ¿Sabe algún director creativo por qué la terminación en «mente» es vulgar? Hasta hoy, ni catalanes ni argentinos me han sabido responder. Decía, entonces, que los emisores, hoy en día, no saben escribir. Recuerdo que Reyes citaba, al hablar de los analfabetos, el viejo adagio castellano: «Lo que niega naturaleza, no lo da Salamanca». Al redactar un guión para radio o algún discurso político, tenemos que pensar en el ruido, en la respiración, en la fonética, en la gramática, en la sintaxis y en los músculos del que pronunciará nuestras palabras. Un ejercicio de primer año, de novatos, consiste en elegir cuáles son las letras y las palabras fuertes y débiles y saber qué estilo de redacción aplicar. Nimiedades (no es un filósofo griego). Así evitamos el error de los publicistas del D.F. o de agencia popular, así nos ahorramos la pena de tener que enjabonarnos para vender jabones o el ridículo de tener que aceitarnos para vender aceite, según los ejemplos del magnífico regiomontano Alfonso Reyes, escritor que recomiendo leer si pretendemos aprender a escribir. Para que nuestros textos y nuestras arengas políticas se vean y se lean y se escuchen con soltura, tenemos que hacer caso de los sofistas. La primera lección que aprenderemos de estos maestros del habla, será la de decir cosas relevantes. La forma máxima de los discursos, es la que se estiba en las citas. Sabía citar Emerson y sabía citar Montaigne. Cuando he tenido que pergeñar textos para algunos de nuestros líderes nacionales, de los que omitiré el nombre para poder seguir escribiendo, he visto con pena y gracia que no saben citar porque no han leído y esto, porque no saben leer. Un texto político sin citas, es como un muro de ladrillos sin cuadros: una vulgaridad. Cuando sabemos citar, cuando sabemos en dónde estamos, como cuando acudimos a una cita de amor, luego podemos dejar de hacerlo. ¿Por qué? Porque las citas son los textos que trabajan detrás y por nosotros. Si citamos bien, tendremos certeza al escribir, al leer y al hablar. Y la certeza de la ciencia anula la afectación. Basta que alguien delate el tono peculiar de su región, para que sepamos que el mentado alguien nació en un barrio popular. Si pretendemos que los guiones de radio que escribimos se lean con agilidad, tenemos que destruir nuestra sintaxis vulgar o nuestra forma de hablar callejera. Uno sabe cuando un soneto fue escrito por un chileno o por un mexicano por el simple uso de las «eses». Como todo sudamericano, el poeta del sur coloca sin pena palabras que terminan en «ese» antes de las letras oclusivas. Pero no es este el espacio para tratar sobre dichos temas. Sigamos con nuestras deliberaciones publicitarias. Comentábamos que para anular el tono, hay que decir cosas relevantes y con seguridad. Para hablar bien o para ser hombres de bien, como decía Quintiliano, los sofistas recomendaban hablar en público con constancia, improvisar, criticar a los poetas y dominar la dialéctica. Al hablar en público diariamente, aprendemos a ignorarlo y a ser gallos. Improvisar agiliza nuestra noble imaginación de león. Glosar los versos de Hesíodo o de Píndaro, nos forma como pensadores o como cuervos. Y el arte de reconciliar los contrarios, nos hace astutos como el zorro. Al adquirir estas pericias de laya añeja, empezamos a hablar con neutralidad. Es decir, que no parecemos ni de derecha ni de izquierda. La neutralidad es la madre de la objetividad en la práctica retórica. Decían los antiguos que entre el canto y el habla, está la recitación. Los publicistas, exagerando sus eslóganes, cantan, pero lo hacen muy mal. Y cuando recitan o intentan ser claros, no dicen nada, pues carecen de fundamentos, de citas, de lugares comunes. Así, hemos llegado a la necesidad de aprender Retórica, pero sobre todo, Poética. Si los retóricos se hicieron de mala fama, fue porque preferían lo que Aristóteles llamaba una «imposibilidad convincente». Decía el gran pensador que en la poesía, es mejor decir incoherencias con credibilidad que verdades insólitas. Ya El Quijote le advirtió a Sancho que se callara los hechos ciertos pero increíbles para la caterva de palurdos. Pero la retórica y la poética, es decir, la persuasión, no siempre fue mal entendida. Los árabes, por ejemplo, entendían que la astucia, que la palabra «hila», era buena para representar a cualquier máquina que le sirviera al hombre para llegar más rápido a sus fines. Persuadir es, entonces, acelerar el proceso de convencimiento, mas no mentir. Y así como la historia moderna se divide entre iberos y sajones, la historia antigua se divide entre orientales, afganos, tártaros y europeos. Mientras los seguidores egipcios de Osiris creían que la aceleración de los hechos había nacido de la magia, Cicerón creía que la retórica había nacido en Sicilia, pueblo de hablantines y dicharacheros. El autor de «Sobre la naturaleza de los dioses», enseñaba que el arte persuasivo había sido engendrado por las necesidades jurídicas. El que no sabía defenderse con la palabra, perdía el derecho a la vida. Haciendo estos análisis, llegamos a la conclusión de que los buenos discursos en la radio y en la prensa, se parecen al habla diaria culta (Ortega y Gasset dividía este saber en idioma, lenguaje y habla). Y estos discursos son redactados con consciencia, lo cual significa que son comunicación cifrada, planeada, medida, estilizada, potente. El buen publicista, hace que su publicidad salga de un sólo soplo, como decía Goethe. Y para soplar mucho, hay que tener pulmones de titán, pulmones que sólo se adquieren ejercitándolos con la lectura de la gran poesía, un ejercicio lúdico sin parangón. Los eruditos, como René Etiemble, afirman que el placer de la lectura en voz alta, consiste en que alcanzamos una respiración constante, una oxigenación del alma, una ejercitación de la inteligencia. Es bien sabido por los buenos redactores publicitarios que la buena poesía es la que va con «el ritmo latente de la vida profunda», como decía González Martinez. La poesía es la manifestación estética del habla del pueblo (Benedetto Croce). Y bien mirado, hay mucha razón en ello. «Hola, ¿cómo está tu familia?», le dice un amigo a un conocido en el centro comercial, mientras el conocido, responde: «excelente, muchas gracias por preguntar». Las frases van de las ocho a las catorce sílabas en casi todos los casos. ¿Por eso nos gustará, a los españoles, tanto el octosílabo? ¿De aquí se explicará la pasión de las bellísimas napolitanas por el endecasílabo? ¿Será el verso blanco de Marlowe el espejo de la vida de los britanos? Al parecer, la buena publicidad está más cerca de la literatura de lo que creíamos. Cuando nos enteramos de lo anterior y como me lo señaló un redactor de Monterrey en entrenamiento, sabemos que un spot de veinte segundos, equivale, más o menos, a cincuenta palabras, palabras pronunciadas en grupos de diez o de doce, algo parecido a la pronunciación de dos cuartetos en un soneto clásico. De aquí que los mejores guionistas sepan poesía, mucha poesía de memoria. Al hacer consciencia sobre la estructura del habla humana, nos percatamos de que toda la poesía, en Occidente, es musical y que son las bondades del ritmo y de la rima las que facilitan la tarea de memorizar, o como se dice en publicidad, de posicionar. Le contaba a un redactor norteamericano que por eso Homero y Milton y Borges, ciegos, comprendieron la musicalidad de la escritura. El buen redactor no lee sus textos. El buen redactor los escucha, como recomendaba La Fundidora de versos de Monterey, Alfonso Reyes. Un spot de radio o un discurso político que no ha sido urdido a sabiendas de lo que hemos dicho, es víctima del ruido. Para acallar el ruido, primero tenemos que transmitir un poder emotivo único. Y la emotividad se logra, por ejemplo, colocando un adjetivo antes de un sustantivo con alevosía y ventaja («las blancas piernas» en vez de «las piernas blancas»). Otro ardid, es el de usar palabras oclusivas. Para que nuestro spot, además de ser emotivo, sea pertinente o coherente, usamos palabras fricativas, palabras con fricción que comunican la sensación de apego a la materia. Estas palabras pueden ser «afán» o «sexo» o «fierro». Seguimos. Si pretendemos que nuestro spot tenga credibilidad, nuestro lenguaje tiene que sonar imperativo. Y nada mejor que imperar hablando con palabras africadas, en las que la fricción y la oclusión se juntan, como en «mucho» o en «hacha» o en «hecho». Y si queremos sutileza o engendrar una sensación airosa, echamos mano de las palabras vibrantes como «pereza» o de algún verso como el de Garcilaso, que dice que «todo lo mudará la edad ligera». Sin duda alguna, el publicista que desconoce las letras clásicas, no es un publicista, sino un papagayo repetidor de briefs. Otro sencillo truco para eliminar el ruido es, en primer término, conocer el lugar en el que nuestro spot o nuestra arenga será recibida. Si hay que alcanzar con la voz a un gran auditorio y el expositor tiene que hablar fuerte, seríamos unos necios usando las vocales débiles, como la «i» y la «u», que para ser pronunciadas, exigen que nuestra lengua se acerque al paladar, evitándose, así, una pronunciación poderosa. Esto se aprende yendo a la ópera, que está al alcance de todos gracias a los avances de la educación primaria. Al terminar nuestro texto, intentemos eliminar el mayor número posible de palabras con vocales débiles para sustituirlas por vocales fuertes, como la «a», la «e» o la «o». Una segunda técnica, es la de estructurar en etapas nuestra producción auditiva. Conozco a cientos de redactores que no saben que el exordio, la introducción, la lógica, el argumento, las demostraciones y las conclusiones, son partes necesarias para tejer, como decían los árabes, las gemas de nuestro pensamiento sobre un hilo resistente a los jalones de la tramposa opinión pública. Es importante dejar en claro que ni el mejor redactor hará que un mal orador o un mal locutor se escuche bien. Decía Proust, un revolucionario en el uso del tiempo en la prosa francesa, que un espíritu original logra someter lo que lee a los designios de su personalidad. Pero si el locutor o el político es un bergante, al menos podremos enseñarle a distinguir qué clase de sentimientos tiene que transmitir con sus ademanes o con su entonación. Si vamos a hablarle a un pueblo mal educado como el mexicano, tenemos que hacerlo desde la subjetividad de la lírica. Si vamos a hablarle a un pueblo de clase media, como lo es el brasileño, debemos de lograrlo a partir del drama, del presente. Y si vamos a tratar de persuadir a los estudiantes de La Sorbona sobre algún tema, es menester hacerlo partiendo de la épica. Cuando le he preguntado a mis redactores sobre la diferencia entre el drama y la épica, muchos argumentan, sin exordio, claro, que el drama habla del hoy, en tanto que la épica, habla del ayer. Desconocen que si la épica habla del ayer, es porque sólo en el pasado, en lo que Saint-Simon llamaba «época de oro», caben las epopeyas. Ni modo que digamos que Mavorte (Marte para el vulgo), en el año 2011, año moderno y por moderno, mediocre e ignorante, nos lanzó a la guerra. Para concluir, hablemos sobre el estudio de la Gramática. El gran guionista, escritor o transmisor de ideas, sabe fonética, fonología, morfología y sintaxis. Esto significa que a la hora de acostar las ideas, el encargado de hacerlo tiene plena consciencia del sonido, de la forma, del origen filológico y del ordenamiento que le da a sus oraciones. Si no conocemos por comparación la forma de las palabras (como un Apollinarie), no seremos capaces de decidir sobre qué clase de espacio geométrico colocarlas. Si no conocemos la pronunciación o la configuración muscular de la boca de cada pueblo, tampoco podremos decidir el orden correcto para que cada palabra suene con belleza y para que emane su significado más persuasivo. Al neófito en estas vicisitudes castizas, sajonas o semíticas, le acaece lo que dice la maravillosa Fuenteovejuna: «que unos le salen hinchados, otros tuertos y mal hechos, ya zurdos y ya derechos, ya fritos y ya quemados». En la actualidad, la publicidad mexicana sufre de un resfriado que pronto acabará con la llegada de las nuevas generaciones, unas generaciones más avezadas en temas como la Semiótica y como la Literatura. Tenemos que deshacernos de las divas. Al menos, tengo la certeza de que los jóvenes de quince a veinte años, sabrán que la semiosis ya se daba en Homero y que mientras Héctor era el intérprete, Patroclo era el signo y Aquiles, el objeto. Poesía es, para los ignorantes y medio letrados, cursilería y eslogan de calendario, en tanto que Poesía, para las clases cultas, es lo que decía Aristóteles, el acto de hablar sobre lo general y de recoger, como Isis lo hacía con un Osiris hecho pedazos en la noche, los múltiples significados para reunirlos en un campo semántico. Para los publicistas de hoy, importa más la historia que la poesía. La historia es aburrida cuando no produce la anagnórisis, pues habla de lo pequeño, de una simple y triste y pasada de moda promesa única de venta. P.S.: Si te gustó este artículo, coméntalo con bondad. Si no te gustó, critícalo con fundamentos y nosotros te responderemos con justicia, como lo hemos hecho en los otros artículos. Cuando no expresamos lo que pensamos sobre aquello que nos gusta, los tunantes abren la boca y así, la maldad y el ocio mal dirigido, toman el aspecto de la democracia. Muchas gracias por leernos.
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